LUIS JAIME CISNEROS VIZQUERRA
A su familia y amigos, a sus colegas y alumnos y exalumnos, mi más profundo pésame.
Ha ocurrido algo que aunque pertenece a la categoría de lo natural de las cosas, no parece real. Ha fallecido el Maestro Luis Jaime Cisneros. Escribo a vuelapluma, porque necesito expresar mis ideas y sentimientos frente a su fallecimiento, ocurrido hace tan pocas horas.
No lo conocí mucho de manera personal. Muchos lo han conocido mucho mejor que yo, y ellos dirán sus palabras, que se añadirán a las muchísimas de los que realmente sienten esta inmensa pérdida.
Una conversación en el aeropuerto de Trujillo hace exactamente 32 años fue mi primera experiencia directa. Esperábamos un avión que se demoraba, y conversamos durante cerca de 40 minutos. Sabía de él, lo admiraba como muchos alumnos lo hacían, y ya en aquel entonces estaba seguro que él se habría detenido a conversar con montones de personas que lo conocían y apreciaban. Fue la única experiencia personal que tuve de él, y salí de ella profundamente admirado por haber encontrado por primera vez un intelectual peruano tan sencillo y franco, tan abierto y erudito.
Antes le había visto en un acto público universitario. Si bien no es una experiencia personal, deseo dejar constancia de lo inmenso que me pareció nuevamente cuando hizo el discurso de bienvenida a Jorge Luis Borges cuando la Universidad Católica le entregó el grado de Doctor Honoris Causa. No recuerdo si eso fue antes o después de esa conversación sencilla en el Aeropuerto de Trujillo, pero eso no importa.
Luego tuve el honor, el inmenso e inapreciable honor, de presentar un libro junto con él. La verdad yo no sabía muy bien qué hacía yo ahí al lado de tan inmenso maestro. Así que recuerdo que hice lo que pude, como para no desentonar demasiado. En los preparativos previos a la presentación, que se realizaban en ese admirable templo que era su Biblioteca, me decía Luis Jaime algunas cosas que atesoro. Su inmensa modestia de considerarme su igual porque presentábamos juntos un libro. Su costumbre de emplear su vieja máquina de escribir con tinta roja. Su imposibilidad de improvisar una presentación, por más pequeña que fuese, que le impelía a escribirla completa en tinta roja y a leerla tal como la había escrito. Me guiñaba un ojo diciendo que lo había intentado con las computadoras pero que era chapado a la antigua y prefería su vieja máquina que no le fallaba nunca. Qué magnífico cultor del arte de la conversación, aún con su voz anciana y cascada, pero tan llena de expresividad. Recuerdo que pedía disculpas por sentirse algo delicado de salud.
La presentación, aunque no tan concurrida como se esperaba, resultó bastante exitosa. Su culpa, por supuesto. Mi intervención se limitó a ciertos aspectos filosóficos formales y ciertas impresiones personales. ¿Qué más podía yo hacer allí? El Maestro había condescendido – nunca se le notó que condescendiera, su bonhomía le ganaba – en enseñarme su discurso para evitar repeticiones, y yo, con aguda conciencia de las diferencias intelectuales, tampoco quería meter las cuatro e irme en caldo, como se dice. Así que le mostré mi ponencia, advirtiéndole que a mí me encantaba salirme del libreto. “Buena, muy buena, nos complementamos muy bien”. Rara vez me he sentido tan orgulloso de algo que haya hecho. El hombre tenía eso. Nunca se redujo un milímetro de su capacidad y su saber, y por eso siempre terminaba por elevarlo a uno. La marca de un Maestro de Verdad.
El Maestro hizo lo que los grandes maestros hacen, dar Cátedra, con mayúscula. Su inmenso dominio filológico y su claridad de expresión, no exenta de ciertos sabrosos cultismos – “no emprenda la lectura de este libro quien no sepa filosofía” – era originalísima y plena de ideas. Sentado ahí junto a él sentía que me elevaba. Y sin embargo, era extraordinariamente simple y humano.
De ahí lo vi casualmente una que otra vez, pero nunca de manera tan personal. Estoy seguro que muchos tienen más experiencias de él. Yo solamente presento las mías.
Recordaré siempre de él aquello que compartimos tan brevemente, el amor a los libros y a la lectura. Sus combates por el pensamiento, la ciencia, la cultura y su tan querida lectura. Sus artículos, jamás agresivos, que no lo necesitaba, pero directos y esclarecedores. Su compromiso de Maestro. Su extraordinaria sapiencia y erudición. Y sobre todo, recordaré al hombre. Se nos ha ido un Maestro. Tenía 89 años de edad hoy que se ha ido. Pero jamás he conocido un hombre más joven que Luis Jaime Cisneros Vizquerra.
A su familia y amigos, a sus colegas y alumnos y exalumnos, mi más profundo pésame.
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