“… el periodista peruano promedio es un engreído que cree merecerlo todo, incluso la licencia de insultar, agraviar, inventar historias y demoler no sólo a los personajes públicos o visibles, sino también al ciudadano común y corriente que tiene la mala fortuna de involucrarse en hechos controversiales” (César Campos)
“Entiendo que la intención de la ley es que
se respete la privacidad y que la privacidad no sea una materia de escándalo,
que la aproveche una prensa amarilla y escandalosa y eso me parece respetable,
creo que la libertad es fundamental pero no la depravación de la libertad que
es el libertinaje” (Mario Vargas Llosa)
Entre los buitres que despedazan jugosos
cadáveres para servirlos a la indiada como ración cotidiana debiera correr la
historia del cocodrilo y el sapo. Este chiste pondera la manera de hablar del
sapo, que raja de todos los animales y dice de ellos cuanto le parece, hasta
que aparece el león, rey de la selva, que viene a poner orden y manifiesta que
se comerá a los bocones – o algún equivalente -, ante semejante amenaza a su
integridad física, la reacción del sapo es fruncir la boca, empequeñeciéndola para
engañar al león y pasar piola, y decir hipócritamente: “pobrecito entonces el
cocodrilo”. El chiste consiste básicamente, para mis lectores que no lo hayan
entendido, en la hipocresía del sapo, incapaz de aceptar el error y más bien
buscando a quien endosárselo para que el león no se lo coma. Es curioso además
cómo enfrenta al león con el cocodrilo, otro poderoso animal. ¿Le recuerda eso la
conducta generalizada y constante del periodismo nacional, avisado y perspicaz
lector? Si me comportara como el sapo de la conseja, seguramente le diría que
no, pero afortunadamente cuento con la catilinaria que el agudo y entero
periodista César Campos, cuyos puntos de vista en general no comparto, les
endilga a sus colegas en su último artículo. Esto es algo muy destacable pues
si una profesión destaca por su ausencia casi total de autocrítica y
autocontrol, así como por un vasto e inmerecido exceso de autoestima – hasta el
extremo del engreimiento, es la del periodismo.
Medios sin credibilidad
En nuestro país, por lo menos cuatro
de cada cinco ciudadanos simple y llanamente no le creen a los medios de
comunicación, dato estadístico que aparece fugazmente unos dieciséis segundos
en los comentarios periodísticos y luego desaparece durante largos años, a
pesar de su continuidad. Es que para muchos de ellos eso ni es noticia ni es
parte de la agenda pública, que baja de los cielos. La gran mayoría de los
ciudadanos tiene mayor o menor conciencia que la prensa conforma un grupo de poder
que abusa de su posición de dominio para hacer lo que les viene en gana,
conchabados y combinados con los que la mueven. Hay conciencia de que una
cantidad escandalosa de los periodistas son plumíferos a sueldo, que alquilan o
venden su pluma al mejor postor, es decir que lo que dicen y publican es el
resultado de su labor como empleados a sueldo. Aunque algunos afortunadamente
escapen a la norma, una norma sigue siendo una norma. Pero tal vez lo que más
subleva a la mayoría de las gentes vulgares y silvestres es la pretensión del
periodismo de constituir estamento privilegiado, ese engreimiento completamente
injustificado al que se refiere Campos. Y quizá lo que más subleva a
continuación es la obsecuencia de funcionarios de instituciones igual o peor
consideradas por la opinión pública, que se lanzan con evidentísimo interés a defenderlos.
La corona del periodismo
Todo esto viene a razón de la llamada
por el periodismo - por favor, qué duda cabe – la “Ley Mordaza”, que ha sido
aprobada por el Congreso los últimos días. Veamos en qué consiste la tal “ley
mordaza”. Lo primero que notamos es la dificultad de encontrarla, pues está
escondida detrás de una pantalla de críticas, periodísticas por supuesto, a
ella. Así nos enteramos primero de que esa Ley está mal, es anticonstitucional,
da mala digestión, es antisistema, atenta contra las viudas y los huérfanos, hace
llorar a las viejitas, nos llevará forzosamente a una dictadura, y además el
Congreso la ha dado porque Bedoya está resentido y Vargas Llosa está
equivocado. Todo eso antes de saber en qué diablos consiste, lo que es una
suerte de táctica de llenar el bosque de más árboles. No seré yo quien defienda
al Congreso, casi seguro estoy que han aprobado una Ley llena de agujeros, de
aquellas que, como decía Jesucristo de los fariseos, “cuelan el zancudo y se
tragan el camello”. Pero casi termina uno simpatizando con el deseo del
Congreso de regular un ejercicio profesional carente de todo control ciudadano.
No es que el Congreso esté bien considerado, pero el periodismo está igual o
peor. El trabajo de los ingenieros, abogados, profesores, arquitectos,
policías, médicos, farmaceutas y muchos otros profesionales cuentan con códigos
de ética y normativas legales a veces incluso excesivas, porque la ciudadanía
no puede quedar inerme frente a los eventuales abusos. Pero no sabíamos que el
periodismo se creía tener corona.
Periodismo y actividad comercial
Por otra parte, el periodismo es también
una actividad comercial. Vende noticias y comentarios impresos, y captura
audiencias para alquilarlas a los anunciantes. No por ser un comercio
inmaterial deja de ser comercio, y por ende tendría que estar sujeta a los
códigos comerciales que penalizan el vender gato por liebre, o la venta de licor
a los menores de edad. Si me compro una loción para la calvicie que me dice que
en 23 días me volverá a crecer el pelo, y no lo hace, pues entonces tengo
abiertos los canales legales para que me devuelvan mi dinero y me resarzan los
daños y perjuicios producidos. Si alguien le vende licor a los menores de edad
le pueden cerrar el negocio. El resto son vainas. Pero el periodismo se puede
permitir destrozar impunemente las vidas de las gentes, y salirse de la ley
cuanto les viene en gana, y gozar de un poder que ni siquiera saben utilizar
bien, y que más bien sirve para dorar la petulancia y las plumas de algunos. La
ciudadanía está inerme frente a los manejos de los medios, y nadie penaliza las
mentiras crasas. Los más lúcidos de entre los periodistas pugnan por la
autorregulación, pero esa autorregulación no llega nunca y se entrampa en
discusiones bastante bizantinas. El código de conducta, si existe, es letra
muerta.
Labor social del periodismo
Hablar de la labor social del
periodismo resulta bastante risible, en este contexto. Y aprovecho para
felicitar a la media docena que sí lo hace. Un ejemplo de ello lo tuvimos patente
en la madrugada del domingo pasado, cuando el fuerte temblor que despertó a
todo Lima, desató el Twitter, cosa obvia porque sabemos que las líneas
telefónicas colapsan durante un sismo. Se supone que el periodismo debería
cumplir la labor social de informar con veracidad y controlar el pánico. ¿No es
la vida humana el máximo valor del periodismo? Pero encontramos periodistas que
creían llegado el calendario azteca, desesperados por anunciar catástrofes y
tsunamis, que disparaban twitt tras twitt desconcertando a la gente, y
demostrando y esparciendo la ignorancia más supina en cuanto a movimientos
sísmicos. La tranquilidad provino de contados periodistas y de muchos espontáneos,
que empezaron a reunir y difundir información, a tranquilizar el cotarro, a dar
avisos de servicio público y a manejar el asunto con responsabilidad. Además
está presente la constante cuestión de la protección de los menores, cosa que es
obvio que, considerando la sangre y las tripas que cotidianamente nos sirven, al
periodismo simplemente no parece interesarle. Y si dicen que sí, pues a los
hechos me atengo: Si pudieran publicar sin sanción social asesinatos y
violaciones chuponeados, ¿Lo harían? Si hay plata, pues por supuesto. Acá no
creemos en pajaritos de colores.
La ley …. ¿Amordaza?
En resumen, la Ley señala un solo
aspecto esencial: La sanción hasta con cuatro años de prisión al que
indebidamente interfiere, escucha o difunde una comunicación privada, quedando
exenta de responsabilidad la difusión de comunicaciones que tuviese un
contenido delictivo perseguible por acción penal pública. Vale decir, algo
bastante edulcorado y con hartas maneras de sacarle la vuelta, pero a la vez
con dientes, que es tal vez lo que más le revienta el hígado a los medios, pues
según la Ley ahora hay que coordinar con un Fiscal, que determine si lo
presentado es perseguible. Ello le quita discrecionalidad al periodismo y los
supedita al orden legal, pues deberían informar y consultar al Ministerio
Público antes de difundir. Y según parece, escarbando un poquito, parece ser esa
la mamacita del cordero. ¿Qué se ha creído la ciudadanía, que los periodistas
son iguales a la indiada? Porque, que yo sepa, no soy yo el que determina si es
delito perseguible el que mi vecino me tire piedras, pongamos por caso. Si así
lo pienso, tengo que hacer un largo proceso, y puede que hasta lo pierda, y eso
me costará en abogados, tiempo y complicaciones. Pero estos señores la quieren
fácil, y, es más, la quieren impune, no en nombre de la Libertad de Prensa,
sino en nombre del escandalete público, de la cortina de humo, del fomento del
vuelo buitresco sobre las vidas y honras ajenas, de la venta de sangre y tripas.
No quieren que les toquen el negocio ni con el pétalo de una rosa.
Libertad de chuponeo
El problema, por ende, no es la
Libertad de Prensa, es la Libertad de Chuponeo, es decir de interceptación
clandestina e ilegal de llamadas telefónicas o conferencias, y su empleo como arma
periodística. El chuponeo se ha utilizado incluso en el caso de Ciro Castillo Rojo
como chisme periodístico, y resulta elevado al rango de “noticia” por sí mismo.
Toda discusión acerca de la moralidad, la ética y demás no puede pasar por alto
que reunir las pruebas de un delito no es cosa del periodismo, sino de los que
acusan judicialmente. El problema no es, como se dice irresponsable y
tendenciosamente, la calificación del delito, porque al final eso viene tras un
laborioso proceso, y es un juez quien lo declarará. El tema es que haya acusación
y defensa, y el poder judicial, aún el nuestro, tiene que investigar y escuchar
a todas las partes, antes de condenar o absolver. Pero es que el poder de
condenar sin juicio es riquísimo, y el periodismo lo emplea a troche y moche,
tratando de llevar de la nariz a la opinión pública. Por otra parte, seguramente
todo esto toca aspectos complicados y cuestionables, pero las leyes se
perfeccionan y cambian, y la alternativa no sería que no haya ley, sino que hubiera
autorregulación. Y la autorregulación de los medios de comunicación, como la
Segunda Venida de Cristo, se pasa al próximo año desde tiempos inmemoriales, lo
que parece un modo de campear como beduinos en el desierto, asaltando sin tasa
las caravanas, pues no hay ley que los contenga, ni desean que la haya.
Colofón
Se ha dicho que esta ley alienta
la autocensura. Recién me entero que la autocensura se ejercía solamente por
estas razones, como si no supiéramos que la agenda, que baja de los cielos, la
ponen ellos, y que el silencio se suele comprar. Podríamos llamar autorregulación
a esa pretendida autocensura, y en todo caso, entiendo que si el periodismo es
tan incapaz de autorregularse, como queda probado por sus eternos e inútiles esfuerzos
al respecto, pues no les debería quedar más remedio que dejarse autorregular.
Como los niños malcriados, incapaces de comportarse autónomamente, necesitan de
la mano fuerte del papá. Según parece, para que las criaturas se comporten deben
venir mamá sociedad y papá gobierno y obligarlos a que se conduzcan civilizadamente.
Entiendo que seguramente la ley no es perfecta, pero entonces ¿qué propone el
periodismo frente al problema? Esperaremos aquí sentados una propuesta que no
sea mantener la impunidad. Esta es mi libre opinión al respecto. Y punto por
hoy.
SALUDOS JAVIER,
ResponderEliminarLEI TU COLUMNA SOBRE LA NAVIDAD, BIEN INTERESANTES TUS REFLEXIONES CUANDO TODOS NOS VAMOS TRAS LA APARIENCIA DE LAS FESTIVIDADES SIN PERCATARNOS LO QUE VA ADENTRO DEL BELLO EMPAQUE.
OSCAR ROBLEDO HOYOS.
MANIZALES, COLOMBIA
Gracias, Óscar, por tus amables comentarios. Feliz Navidad, en el buen sentido del término.
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