Lecturas des-agradables
I
Des-agrado y complejidad
A mí me gusta leer todo, y de
todo. Pero hasta en el Paraíso de Adán y Eva se coló una serpiente, así que no
extrañe que haya algunos libros que no solamente no me gustaron, sino que su
lectura se me hiciera tan fastidiosa que incluso tuviera que abandonarla. No es
ello culpa de los autores. A veces me he forzado para terminar de leer un
libro, pensando que la disciplina de terminar una lectura que se te hace
desagradable puede ser rendidora desde el punto de vista del desarrollo de
ciertas habilidades. Es así que de las cuatro lecturas que ubico como desagradables
para mí, llegara a terminar una, y aunque el resto aún no me ha derrotado, dudo
mucho que las reemprenda a estas alturas, aunque mientras hay vida hay esperanza.
Lo más seguro, como se dice, es que quién sabe. Me ha ocurrido que ciertos
libros que me parecieron francamente insoportables en una primera aproximación,
tras un ligero esfuerzo “se me arreglaran”. En todo caso, creo que es posible
ubicar la “lectura des-agradable” en función de ciertas características del
lector y del texto. Si algo es “des-agradable” de leer, es posible que el hecho
esté asociado a las dificultades para leerlo. Lo que resulta interesante a mi
entender es entonces indagar qué hace que una lectura sea difícil, y cómo la
dificultad la hace des-agradable. Ello se relaciona en directo con la formación
de hábitos lectores, así como con las habilidades de decodificación y
comprensión, o con qué tipo de lecturas son las más recomendables en
determinados casos. Estos son temas de “palpitante actualidad” (perdónenme el
ripio) para los profesores e interesados en que la lectura sea algo más que un
indicador para quedar bien en la lista de PISA. Y así en frío podemos decir,
por ejemplo, que la “lectura por obligación” es por definición más difícil que
la lectura por elección.
Por otro lado, cuando uno
menciona que tal o cual libro o autor no le gusta, como que queda bonito el
decir que se le ha leído. Se piensa, y no es errado, que debe haberse leído a
alguien antes de declararlo un tal por cual. La Literatura, a diferencia de la
Historia, las Matemáticas, la Física o la Filosofía, tiene por supremo juez al
lector vulgar y corriente, pues después de todo lo que se busca en la obra
literaria es muy diferente de lo buscado en un Libro dedicado a una disciplina
cualquiera. Un libro de Matemáticas no tiene obligación de ser bonito o
agradable. Para que califique como un buen libro de matemáticas debe
cumplimentar las normas propias de esa disciplina científica, y si además, es
“bonito” y/o “bien presentado”, ello aumenta su calidad al darle no solamente
valor científico, sino además pedagógico. Don Aurelio Baldor y sus celebérrimos textos de Matemáticas no serían
tan bien considerados si sus ecuaciones trigonométricas o sus ejercicios
presentaran errores, y por más lindo que sea tendríamos que desecharlo. Pero es
obvio que en este caso se da la conjunción de la validez científica con la
calidad del lenguaje y de la edición. Además, este hecho es menos notable en un
texto de Lógica Formal que en uno de Historia o Ciencias Sociales. Un caso al
respecto es la monumental obra de Winston
Churchill, La Segunda Guerra Mundial,
que a más de poseer datos e informaciones de primera mano, está además escrito
en una prosa de magnífica factura, que le valió a Churchill el Premio Nobel de Literatura. Un lenguaje elegante y/o
interesante y/o accesible coadyuva al éxito de un texto, así sea de
matemáticas, economía o química. El éxito se mide de maneras muy curiosas, y
tal vez los textos clásicos de Economía y Administración de Paul Samuelson, Curso de Economía Moderna; y de Harol Koontz, Cyril O´Donnell y Heinz Weihrich, Elementos de Administración, pueden ser ejemplos
interesantes. Es indudable que podemos entender mejor textos especializados si
están presentados de manera que aúnen la solidez científica con la propiedad en
el uso de la lengua, y en este caso estaremos frente a un manual o texto
adecuado a los fines del aprendizaje. Pero los libros especializados no se
venden masivamente, sino que los adquieren solamente los que los requieren.
II
El Tambor de Hojalata (Günther
Grass), Opiniones de un payaso (Heinrich Böll);
Que Dios y el buen Günther me
perdonen, el Tambor de Hojalata es
una novela bien escrita, pero que tiene una trama tan detallada, enrevesada y
repleta de alusiones, guiños y referencias a la germanidad de las primeras
décadas del Siglo XX, que mi latinidad, seguramente demasiado naïve, terminó por considerarla
absolutamente insoportable. Y ojo que me di el trabajo de leer completamente y
con la debida atención todas y cada una de sus interminables 400 y pico
páginas. A la página 50 ya la trama me tenía hasta la coronilla, así como la
manera de contarla, y me convencí que si quería saber cómo se vivía en
Königsberg durante el nazismo y la Segunda Guerra Mundial, me sería más útil un
libro de Historia. Pero dudé en dejarme vencer por este libro. Ciertos autores
y obras, que según yo empiezan “mal”, luego “se arreglan”. Viví en esto las
experiencias posteriores de Asesinato en
la Gran Ciudad del Cusco, de Luis
Nieto; y de Yo me Perdono, de Fietta Jarque. En todo caso, si iba a
desechar a Günther Grass, lo menos
que podía hacer era hacerlo con conocimiento de causa. Ello me preocupó lo
suficiente como para preguntarme por qué emprendí la lectura de este libro, y
la respuesta fue doble: era barato – formaba parte de una colección de autores
contemporáneos – y años atrás había visto la película, que me había gustado
mucho. Pero ni el precio se justificaba, ni veía la película por ninguna parte
de la para mí farragosa y demasiado florida prosa de Grass. Aún así, terminé el libro, lo cerré con enorme alivio, y lo
guardé pensando que su lomo quedaba bonito en el estante como adorno, porque la
probabilidad de que volviera a abrirlo era mínima. Y así lo dejé reposar en su
estante per sécula seculorum,
moviéndolo solamente para mudarme de casa. Y sé que soy injusto, y sé que no
debería largarme a decirlo, y sé que es muy probable que me equivoque, y que
entre las consecuencias de dicha equivocación arriesgue el que los miembros del
club de fans de Günther Grass me
declaren persona non grata, pero qué
quieren, pues, que les diga, si la vida es así.
Algunos, varios, en realidad
muchos años más tarde volví al tema en circunstancias parecidas. La cosa era
otra colección, donde figuraba el libro Opiniones
de un Payaso, de Heinrich Böll.
No sé si entre Grass y Böll haya algo en común fuera de ser
alemanes, y no asocio necesariamente aburrimiento con germanidad, atendiendo en
especial a que nunca había leído a Böll,
y sentía cierta curiosidad. Los recuerdos se difuminan, y de mi lectura de Grass sólo me quedaba el vago recuerdo
de que no me había gustado. Y esto de que un libro no consiga interesarme,
vamos, es un espanto, peor aún si consigue derrotar mi capacidad de leer y
comprender, lo que por cierto no me pasó con el Tambor. Además, ni Grass
ni Böll son escritorzuelos
cualesquiera, están bien considerados como novelistas y si algo les ven tantos,
pues por algo ha de ser. Seguramente – me dije - mi mala experiencia con Grass debía atribuirse más a mi
superficialidad e inexperiencia y/o a las circunstancias vitales que rodearon
la lectura del Tambor. Así que me
decidí por un nuevo intento, tratando de no asociar al susodicho con Heinrich Böll, y pasé de nuevo al
ataque. Compré las Opiniones de un
Payaso, las coloqué en mi mesa de noche, y leía algunas páginas justo antes
de dormir. Craso error. Aunque las Opiniones
de un Payaso eran bastante más potables y digeribles que el Tambor, tanto en la forma como en la
trama, menos ambiciosa y más centrada, sin embargo sentía el germano testimonio
de Böll tan ominoso como el de Grass. Los códigos de esa germanidad de
la que había tenido tan devastadora experiencia me pasaron factura asaltando
mis sueños nocturnos, y el fracaso existencial del payaso de marras se infiltró
en mis contenidos oníricos. Vale decir, el Payaso
se me mezcló con el Tambor, y que
Freud, Jung o Bleuler traten de explicarlo si pueden. Habiendo pasado por la
experiencia de Grass y su Tambor, las vicisitudes laborales,
matrimoniales y religiosas del Payaso
me dejaban, más que frío, deprimido. Perdí el interés, no quise leer más. Me
imaginé que si yo fuera alemán o por lo menos europeo, probablemente la obra tal
vez me daría para más, pero la verdad desnuda es que llegué hasta la mitad. Creo
que la germanidad, sea ésta lo que sea, se me escapa. Espero que los fans de Böll, de Grass y de la germanidad me perdonen el pecado de lesa cultura.
III
Fenomenología de la Percepción
(Maurice Merleau-Ponty) y la lectura rentable.
Pero existe un libro que me ha
derrotado en toda la línea, y ese es la Fenomenología
de la Percepción, de Maurice Merleau-Ponty,
y no siento vergüenza alguna de confesarlo. Reto al más pintado de los lectores
experimentados a emprender la lectura de este libro, a entenderlo plenamente
desde el principio hasta el final. No es que no se pueda hacer, es que posee
gran densidad – muchas ideas en pocas palabras – en su redacción y conceptos, y
puede compararse a abstrusos textos análogos, como los de Martin Heidegger, por ejemplo. El que esto escribe tuvo la suerte
de leer a Heidegger en una obra densa pero de corta extensión: ¿Qué es esto, la Filosofía? de la Editorial San Marcos, y he de decir que
si bien era difícil de leer, el hecho que fuera delgadito ayudó muchísimo a
asumir que interpretar sus pasajes complejos no me llevaría la vida entera. Es que
la percepción cinestésica de un libro determina cómo se le lee. De hecho, vemos
y sentimos el grosor del libro antes de leerlo, y mientras leemos vamos prediciendo
más o menos cuánto nos llevará leerlo, y ello, unido a la dificultad conceptual
intrínseca de leerlo abona al famoso enfoque abajo-arriba (Del texto al lector)
que determina la “lecturabilidad” de un texto. El ¿Qué es esto …? era delgadito, podía preverse que cualquier
dificultad que presentara sería de corta duración. Aunque la percepción de la
extensión de un libro puede ser inconsciente, desde que lo tenemos en las manos
o abierto frente a nosotros, en este caso se me volvió tan consciente como un
queco en plena cara. Es que tomamos decisiones respecto a la lectura llevados
no sólo del texto mismo, sino de otros elementos de “rentabilidad”, como el
tiempo disponible y la capacidad lectora a invertir. Es decir, encontramos el
enfoque de “lecturabilidad” de arriba-abajo (Del lector al texto). Nuestra percepción
de la necesidad de leer este libro en específico nos hace invertir más o menos
recursos personales en él. Si algo me molestaba del Tambor de Hojalata, mencionado líneas arriba, era que sabía que
tenía unas 200 páginas de más de lo mismo, pero es que no era tan difícil de
leer como la Fenomenología … así que
pasaba piola. Imaginémonos lo que pasa cuando tomamos un señor mamotreto como
el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, cuyas dos mil o más
páginas auguran seguro desastre de no ser porque es un Diccionario, no se
supone que uno se lo lea todo, sino que lo consulte. Qué alivio. Hay una
relación entre el interés que despierta cierto libro en relación con la
cantidad de páginas que te esperan, más su dificultad en leerlo. Viene a mi
mente el caso diametralmente opuesto de un best-seller
en inglés, The Far Pavilions, de M. M. Kaye, cuya apasionante trama,
aunada a un profundo conocimiento del autor sobre la India de la Rebelión de
los Cipayos, más un agudo uso del idioma inglés – una de mis intenciones al
leerlo era mejorar mi inglés, y tuve éxito – determinaron el pleno disfrute de
todas y cada una de sus 1189 páginas, en una edición de bolsillo, es decir de
letra chiquita y sin figuritas. Con este libro incluso pasé por esa extraña
sensación de desasosiego y decepción proveniente de que terminase “tan pronto”.
Bueno, así es al derecho, y parece que así es al revés también.
Y no es que Fenomenología de la Percepción tenga una enorme extensión, en
realidad es un libro bastante normal, de unas 460 páginas, y yo ya había
emprendido antes lecturas filosóficas análogas, algunas verdaderamente
complicadas, como Así Hablaba Zaratustra,
de Federico Nietzsche; El Conocimiento Humano de Bertrand Russell; La Fe Filosófica frente a la Revelación de Karl Jaspers; el Leviatán
de Thomas Hobbes, o la densa Historia de la Lógica Formal de I.M. Bochenski. No era yo un
principiante ni tenía motivos para creer que esta lectura presentara mayor
dificultad que otras. Pero cuando hice las primeras 65 páginas de Merleau-Ponty … me encontré con la
curiosa sensación de que aunque podía, también no podía; y de que si quería,
también no quería. Para ejemplo, un botón: “La
pura sensación, definida por la acción de los estímulos sobre nuestro cuerpo,
es el “efecto último” del conocimiento, en particular del conocimiento
científico, y es gracias a una ilusión, por otro lado natural, que la colocamos
al principio y la creemos anterior al conocimiento”. Sean mis lectores
indulgentes y traten de mirar este problema desde la perspectiva de la
“economía” de la Comprensión Lectora. La Comprensión es relativa a tu habilidad
como decodificador. Es decir, si el vocabulario, la sintaxis o el registro son
complejos, tu dificultad en decodificar será mayor, y por ende mayor el
esfuerzo a invertir. Una consecuencia es que mucha tendrá que ser tu motivación
para continuar esa lectura. Igualito pasa con las dificultades conceptuales en
relación al tiempo que le dedicas, y a cómo lo ordenas. Si como lector yo debía
detenerme a comprender el significado y sentido de oraciones como la
transcrita, dado que casi todas se preveía eran más o menos así … ¿pues cuánto
me demoraría en leer, de verdad, ese libro? ¿Y cuánto esfuerzo intelectual
podía en realidad dedicarle? No era lectura “de transporte público” ni podía
impunemente interrumpirse en un punto para retomarlo horas más tarde. Requería
volver a páginas anteriores, meditarlo, trabajarlo. Además no lo leía por
cumplir con obligación académica alguna, era por así decir el “libro de la
semana”, sobre un tema que me interesa - la percepción- y me daba acceso a la
fenomenología de Husserl. Vi que su lectura requería subrayado, glosas, fichas,
anotaciones y organizadores visuales. Tras las primeras 65 páginas podía medir
cuánto tiempo y esfuerzo debería invertir, pero no tenía claros los eventuales
beneficios que me reportaría esta lectura. Tenía otras cosas qué leer, algunas
obligatorias. Por otra parte, el esfuerzo de entenderlo era útil, aunque preveía
que debería repetirlo oración tras oración, párrafo tras párrafo, capítulo tras
capítulo, durante 463 páginas. De hecho, sentía que esta lectura no era
exactamente “rentable”. Cuando leemos atendemos a conjuntos de signos colocados
consecutivamente, cuya comprensión depende de la rapidez y eficiencia de la
decodificación, y si debía detenerte tanto tiempo y dedicar empeño a
decodificar la gramática y a comprender el sentido, el ulterior proceso de
predicción de lo que lees se te entorpece y dificulta. En conclusión, la Fenomenología se hacía esfuerzo de largo
aliento, que no me era posible emprender plenamente en mis circunstancias del
momento. Y con un relativo dolor de corazón, decidí dejarlo para emprenderlo
después. No dudo que la Fenomenología de
la Percepción sea más accesible a especialistas, o, con el tiempo debido, a
personas de medianas cultura y capacidad de comprensión, la que indudablemente saldría
muy reforzada. Pero ni soy especialista, ni tenía el tiempo. Y narro todo esto
tratando de distinguir por qué una lectura puede hacerse des-agradable, tanto
desde el punto de vista del texto (enfoque abajo-arriba), como desde el punto
de vista del lector (enfoque arriba-abajo) y tratando de relacionar esto con la
motivación. Es curioso que otro libro de
dificultad análoga, El calendario Inca,
de Tom Zuidema, muy extenso y
complejo conceptualmente, no me produce la misma sensación de “falta de
rentabilidad”, y no me arredra continuar su lectura – y eso que tengo que
devolverlo a su propietaria cada cierto tiempo. Pero me queda claro que en este
caso percibo la utilidad de pasar por el aro y mido con otro rasero la economía
de la comprensión lectora.
IV
Moby Dick (Herman Melville)
Böll me aburrió, Merleau-Ponty
no era rentable. Dos buenas razones para dejar de leer. Pero mi historia con el
clásico Moby Dick es bastante menos
clara. De entre las muchas obras que se consideran importantes o clásicas –
1000 libros que leer antes de morirse uno -, nunca había intentado ésta hasta
que me obsequiaron el libro. Por supuesto, estaba al tanto de la trama y había
visto dos versiones en cine, una con Gregory Peck, y otra con Patrick Stewart como
el Capitán Ahab. Los temas vinculados al mar me apasionan particularmente, y
puede que lo mejor que haya leído en cuanto a este género sea Capitán de Mar y Guerra, de Patrick O´Brien, también llevada a la
pantalla con éxito y mucha propiedad. Pero leer Moby Dick era otra historia. Entre las consignas que uno trae
cuando lee puede uno echarse a la busca de contenidos simbólicos, metafísicos y
filosóficos; del mismo modo que se podría buscar cuántos pronombres relativos
tiene un texto. Es decir, la intención que determina una lectura es uno de los
determinantes del interés y la motivación. En este caso me ocurrió como con
algunos profes fanáticos de la literatura del Virreinato del Perú, que conocen
a Juan del Valle y Caviedes y su Diente del Parnaso, y que ríen con dicha
obra, pero que no consiguen compartir la gracia porque nadie más entiende el
chiste, aún en el caso de leerlo. Y el problema es que yo parezco estar entre
aquellos que no le encuentran la gracia a Moby
Dick. Es decir, tampoco, tampoco, pues como relato se deja leer, y como
historia no está nada mal. Pero es que ya sé en qué termina el cuento: la
ballena gana, el Pequod se hunde,
Ishmael es el único sobreviviente. Y tal vez mi error sea que traté de
encontrar los tres pies del gato. En la búsqueda intencionada de guiños,
anáforas y referencias del texto, me quedé desnudo. Nanay, naranjas, ñangas, no
encontraba nada de esa supuesta profundidad filosófica que me habían vendido.
Así que puedo decir, como se dice en el Perú, que me quedé en medio de la
mismísima calle. Por más que trataba de ver lo que tuviera entre líneas, para
mí seguía siendo la anécdota: La historia de Ishmael, muchacho que se embarca
en un barco ballenero, un muy rayado capitán, las aventuras … pero ¿el sentido
de la existencia? …. ¿las claves de la comprensión del proceso de iniciación? …
¿… el sentido de la vida …?. Taque no, no los veía, ni aún los veo. Y como sé
cómo termina, bueno, pues aún no lo he terminado de leer …
¿Qué diagnóstico puedo hacer de
mí mismo con respecto a este libro que me sigue mirando burlonamente desde el
librero? Lo he puesto ahí a sabiendas, entre Edgar Allan Poe y George Orwell, para poder atacarlo en cualquier momento, que nunca llega.
He leído de Herman Melville el
cuento del notario autista Bartleby,
recomendado y proporcionado por mi amigo Rafael
Moreno, que me encantó. Pero soy consciente que al amigo Bartleby no traté de hallarle nada fuera
del disfrute de una historia bien contada, y es que eso fue lo que Rafael me
vendió. Vale decir, y a modo de hipótesis, tal vez las expectativas que se
venden a los potenciales lectores respecto de una obra determinada determinen
sus reacciones. Antes de la obra leí comentarios sobre la obra. Por cierto, las
editoriales dan información en las contratapas y en la publicidad, precisamente
para vender las obras. Moby y Bartleby son del mismo autor, y el uno me
encanta mientras el otro me desalienta … “curioso
y más curioso”, como dice Alicia en
el País de las Maravillas. Y asimismo, no puedo dejar de pensar que nuestros
escolares enfrentan sin anestesia libros que son supuestamente interesantes… en
la mente de los burócratas del Ministerio de Educación, de los profesores de
Comunicación que arman el Plan Lector, o, Dios nos asista, de los superdotados
de los organismos intermedios, vulgo UGELES.
No me extraña que Otra vuelta de
tuerca, de Henry James; o Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, se encuentren
en la mente de muchos alumnos en la misma situación en que yo tengo a Moby Dick, es decir, en un stand-bye que bien puede convertirse en
permanente. La transmisión del entusiasmo que despierta una lectura no es
automática de persona a persona. Las expectativas no saltan con resúmenes de
contratapa, o con comentarios del sentido que pueden tener ciertas obras
literarias. Así como hay motivaciones positivas las hay negativas, y quizá la
más insidiosa sea la de las expectativas. Poner demasiado en una lectura suele
acabar en aburrimiento, decepción o simplemente indiferencia frente a un texto.
No se debe olvidar que un lector es diferente a otro, que sus experiencias,
capacidades, intereses y expectativas no son mecánicamente refundibles en un “diagnóstico
general” que guíe nuestra elección de textos, por ejemplo para el Plan Lector.
Y así trato de convencerme a mí mismo de que tengo buenas razones para no leer
el Moby Dick.
V
Colofón
Hay buenas razones por las que
una lectura se puede hacer des-agradable. He tratado de explicar algunas de
ellas: Aburrimiento, complejidad, falsas expectativas. Tal vez la moraleja
debiera ser que la lectura es algo tan personal que en realidad sí pueden existir
buenas razones para no leer ciertas cosas, y en ese sentido el lema que he
asumido para mis pequeñas y humildes Crónicas no podría ser más adecuado: Lee lo que quieras, como quieras, donde
quieras. No te arrepentirás. Y si no puedes con algo, no te rayes, que hay
oferta de sobra … pero trata de que los libros no te derroten. Y mientras esto
escribo, la Ballena Blanca y el Payaso tocan el Tambor, mientras se parten de
risa allá, en mi librero, junto con Merleau-Ponty
… .
Solo después de varios años me di cuenta que los libros de Baldor no tenian correcciòn de estilo ni que había sido actualizadas al texto castellano contemporáneo de cada tiempo que se editó. En fin, a veces aprendemos a pesar del libro y su lenguaje. SEUO
ResponderEliminaruna joyita tu articulo mi estimado, coincido con muchas de tus observaciones y desagrados. Boll y Grass aburren con un germanismo culpable, y no es que sean alemanes que ahi estan Goethe o Kafka para desmentir. Merleau-Ponty haria una buena dupla con Bordieau, ambos densos en grado pre-agujero negro. Mas bien me encanto Moby Dick que es una extrana mezcla de tratado sobre ballenas y la industria ballenera, una tragedia que se presta a muchas intepretaciones simbolicas (comenzando con la blancura del cachalote que si mal no recuerdo es el cetaceo que describe Melville) con claras aluciones al puritanismo de Nueva Inglaterra. Buen gancho en poner la foto del Baldor, pense que lo habias puesto en la lista negra y aqui venia yo a defenderlo.
ResponderEliminarun abrazo,
ato
SOLO ME DIO PENA EL CACHALOTE ALBINO
ResponderEliminarLAS RABIAS Y LAS OBSESIONES PERSONALES DE AJAX, NI POR ASOMO.