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martes, 22 de abril de 2014

CRÓNICAS DE LECTURAS 79 - CIEN AÑOS DE SOLEDAD




CRÓNICAS DE LECTURAS–79
Cien Años de Soledad

I
Un ilustre fallecido

Falleció hace pocos días Gabriel García Márquez, el genial Gabo, autor de entrevistas, reportajes, cuentos, novelas y sabe Dios cuánta cosa más, todas tan fuera de lo ordinario. Me resisto a escribir sobre él, la verdad no soy nadie para hacerlo. Pero puestos en ese plan, no soy nadie para escribir absolutamente sobre nada, en realidad. En estas Crónicas trato todo el tiempo de plantearme un punto de vista desde el ejercicio de la lectura, desde la lógica, el uso, la obsesión, la ad-miración que me puedan producir las obras, las temáticas, los personajes y los autores, siempre desde mí mismo y desde el ejercicio de mi proceso lector, con mis pespuntes educacionales y pedagógicos, ni más ni menos. Como lector trato de escaparme en lo posible de la pedantería que asalta el ejercicio de la escritura, que al fin y al cabo realizo porque me gusta pues, porque siento la necesidad y porque hay quienes me honran con su atención y no quiero quedar mal con ellos. García Márquez me rebasa tan ampliamente – como Borges, de quien sin embargo preparo una Crónica – que casi es atrevimiento escribir sobre él. Y sin embargo, al momento de su partida estaba tratando de hacerle su Crónica, centrada en tres de sus principales novelas. Y sé que aún en ese caso, flaco favor le hago: Odio hablar de libros famosos que todo el mundo conoce e identifica como excelentes, a veces con acierto y a veces no tanto. Se siente uno en la obligación de sumarse a una crítica favorable solamente porque es de buen tono, que el libro no necesita y que es excederse en lo que otros dijeron mejor de lo que yo sería capaz en mil años. Y así, en el mejor de los casos, la Crónica sirve de lo mismo que los pies para un pez.

Pero por fortuna escribo porque lo necesito, y por eso me disparo esta Crónica de corrido en un momento en que no se sabe bien qué sentir. Gabriel García Márquez ha fallecido, sí, pero  tras una vida larga y parece que intensa y feliz, y habría poco de qué lamentarse, si acaso de su ausencia física y de su bonhomía tan apreciada por los que le conocieron. Para mí es ocasión de revisar lo que experimenté con su obra. A estas alturas, si bien su persona ya no está entre nosotros, su obra sigue ahí - veremos por cuánto tiempo - es todo cuánto nos quedará de él. Por ello, en vez de seguir mi plan original de tres novelas, prefiero ir rápido y de frente al punto y centrarme en una sola, y dentro de esa sola gran novela (Cien Años de Soledad) no trataré para nada de decir de nuevo lo que ya se ha dicho, en verdad lo que tengo que decir sobre esta novela es únicamente lo que a mí concierne, mi propia experiencia de lector que tal vez se parezca a otras. Y eso que cuando la empecé “no me gustó”. Fue para mí de esas novelas en que hay que superar las primeras veinte y pico de páginas para definir si es que quieres seguir leyéndola. Y no es raro, porque la leí allá por los últimos años ´60, muy jovencito, y vagamente recuerdo que a mis familiares les parecía García Márquez un peligroso autor comunista. Para entonces yo ya sabía que esa literatura comunista era muchísimo más interesante que las sandeces que leían mis choznitos, y lo bueno de los tíos de cariño es que ellos sí tenían esos libros, los que leía casi clandestinamente, durante las visitas. Ahí fue que vi por primera vez la edición clásica de Cien Años de Soledad, de carátula de cartulina blanca y azul, y ahí fue que la abrí y leí por vez primera.

II
Cien Años de Soledad: Primera Lectura, a toda velocidad

Recuerdo esa edición en blanco y azul y en cartulina porque fue la primera que abrí, y de la que alcancé a leer clandestinamente las primeras cien páginas o algo así. Mi recuerdo más marcado no es argumental, sino el referido a la portentosa fluidez del relato, que corría hacia adelante muchísimo más rápido que mi capacidad de leer. No sé si les ha pasado esto a otros, con esta o con otras obras, pero a veces me he cruzado con libros que te leen más rápidamente de lo que tú puedes leerlos a ellos. Y estoy seguro que este fue el primero con el que me pasó así. La sensación es avasallante: Lees línea tras línea, y cada línea corre más rápidamente que la anterior, hasta que alcanzas una velocidad que no te la crees tú mismo. Y no puedes detenerte, porque el flujo de los acontecimientos narrados (ideas si el libro no es de literatura) te arrastra y te lleva como esa torrentera en la que casi me ahogo en la selva. Es decir, completamente contra mi voluntad. Y eso significa exactamente lo que significa: Que corres endemoniadamente rápido, porque no hay como malditamente detenerse, porque si te paras con seguridad algo se te va a escapar y porque estás preocupadísimo de qué le va a pasar a José Arcadio Buendía, a Aureliano Babilonia o a Pilar Ternera, cómo se va a desenredar el bendito fusilamiento – aunque sabes a la perfección que el fusilamiento se resuelve en balas, y lo sabes y lo prevés, pero igual de todas maneras quieres verlo. Supongo que saber que no tendría el libro en mi casa influía poderosamente en eso de leerlo a todo meter. No sé si ese estilo de lectura apareció guiado por esa necesidad, pero no me ha pasado con muchos, aunque sí  con las novelas de Milan Kundera y algunas de Marguerite Yourcenar.

Por cierto que también me he encontrado con este estilo supersónico de lectura en obras de las que prefiero olvidar, en las que esa velocidad parecía diseñada más bien para un loable, rápido y violento despacho de la tediosa labor de leer libros “obligatorios”, en uno u otro sentido. Es cierto que para disfrutar la literatura hay que detenerse, pero también es cierto que los lectores, como los escritores, tienen sus demonios (¿serán los mismos?) a los que no tenemos más remedio que obedecer. Y Cien Años de Soledad se mereció varias lecturas más. Pero me recuerdo haber leído así, a la prepo, muchos libros “obligatorios”, de esos impuestos por el colegio, la universidad o los muchos empleos que he debido ejercer para ganarme los frejoles. En literatura de ficción fue así con El Código Da Vinci, novela francamente menor, que me leí exactamente en día y medio, y que me dejó el regusto de que incluso ese día y medio habíase desperdiciado en una lectura bastante prescindible, ya me referí a eso en otra Crónica. Hay épocas y épocas en la lectura, no es lo mismo abordar una obra a los catorce años que a los veinte o a los cuarenta. En esa primera ocasión en que me confronté con Cien Años de Soledad, yo era un púber-adolescente que hacía bandera y escudo de su inmoderado gusto por la lectura, que no tenía seguridad en nada y sí más bien muchas preguntas sobre todo, y casi nadie que me las contestara, me las explicara o cuando menos que le importara hacerlo. Así que mis primeras respuestas sobre la vida me las encontré en los libros, entre ellos este atesorado Cien Años de Soledad. Desde entonces se me quedó grabado esto: uno no se muere cuando debe, sino cuando puede.    

III
Cien Años de Soledad: Segunda Lectura

Llega un momento en la vida que te percatas que al llegar a ser autónomo te haces libre. Y no puedes ser libre, como dice creo San Pablo, si no trabajas. Muy temprano me ocurrió que gané dinero con mi trabajo, y por ende fue una suerte de incipiente y deliciosa locura disponer de él a mi antojo y decidir cómo gastarlo. Fue así que me adquirí mi propio ejemplar de Cien Años de Soledad a mis dieciséis años de edad, de plena adolescencia y magnífica insania. Era la misma edición de blanco y azul en su cartulina de carátula en la que me había cruzado con García Márquez la primera vez. Por entonces me había pasado ya que había llegado a mi poder – vaya a saber cómo – los cuentos de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, y también los de La Hojarasca, que me leí en tiempo record y antes de emprender la segunda lectura de los Cien Años, que se suponía obligatoria para todo tipo culto. Como yo tenía por entonces la pretensión de la culturosidad, considerada cosa de frikis, pues que me gastaba mi plata en libros, y eso le parecía raro a los que me rodeaban. Bueno, en realidad yo le parecía raro a todos los que me rodeaban, así que una raya más al tigre qué le hace. En mi recuerdo subsisten las imágenes de las rumas de libros en las librerías que frecuentaba, y las carátulas de sus libros, que no cambiaban a la velocidad que cambian ahora. Ahí tenía su sitio de honor, siempre, García Márquez, y ahí me familiaricé con su rostro bigotudo, allá en la contracarátula de Cien Años de Soledad. Por vez primera leí el bendito libro desde el mero principio hasta el mismísimo final, y esta vez sin la sensación de trascendental urgencia que había marcado mi primera y media clandestina lectura. Después de todo, podía dejar el libro en la mesa de la noche y retomarlo al día siguiente, una sensación deliciosa que disfruté hondamente.

Y sí, lo disfruté mucho, muchísimo más que la primera vez. Había una historia ahí, y qué historia, Dios de Israel. Nunca traté de desentrañarla, la quería así como era, y era una especie de pecado, crimen o falta punible el tratar de hacerle el mapa a Macondo o el árbol genealógico a los Buendía. Esas eran labores ociosas e inútiles, que de alguna manera rompían el delicioso, sudoroso y entreverado argumento, una falta de respeto al sublime desorden que el autor había puesto en su obra. Hay libros que no puedes ni debes leer en la infancia, y no dudo que Cien Años de Soledad es uno de ellos. Había interrumpido su lectura la primera  vez cuando llegué a la descripción de la masacre de los trabajadores fruteros, y muy joven como yo era estaba lleno de confusión en esos momentos en los que se me formaba algún tipo de conciencia ética y política. Cuando volví a esa parte en mi segunda lectura ya no era un niño, creía que sabía de qué se trataba todo eso, y con seguridad era muy pedante al respecto, pero a esa edad la pedantería es virtud y ruta hacia las ideas propias. En la formación de mi personalidad tuvo algo que ver esa masacre de trabajadores, el desconcierto que me causó y el posterior compromiso que generó. El libro ya no era más grande que yo, ya no me leía él más rápido de lo que yo podía asimilármelo. Ahora no solamente podíamos convivir, sino hacerle sitio a sus hermanos El Coronel no tiene quien le escriba, la Crónica de una muerte anunciada, y en particular una obra que algunos tildan de menor pero que a mí me gustó y no me parece menor: El General en su laberinto. (Bájenla de acá: http://ebookbrowsee.net/gdoc.php?id=493358943&url=447351a676d184bddba7a72126311914).

IV
Cien Años de Soledad: Anticlímax

¿Es posible tenerle inquina, fastidio o inclusive odiar a Gabriel García Márquez y sus Cien Años de Soledad? Lastimosamente sí es posible. A eso alude este Anticlímax. La edición primigenia a que aludí en el acápite anterior la perdí en circunstancias ligeramente vergonzosas, al final de un viaje que acabó entre el drama y la farsa, que no contaré por pundonor y para no hacer (otra vez) el ridículo. Mi siguiente edición de los Cien Años de Soledad fue la de Oveja Negra, y la siguiente aún la de la Empresa Editora El Comercio, que luego obsequié. Todo esto viene a cuento porque hoy por hoy soy orgulloso poseedor de la edición en tapa dura promovida por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española, publicada y distribuida en el mundo de habla hispana por Alfaguara, la del Grupo Santillana. Esta Edición tuvo como precedente a la magnífica ídem del IV Centenario del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, la que por cierto fue generoso y excelente obsequio que consulto y releo cada vez que puedo. La Edición Conmemorativa del Cuadragésimo Aniversario (1967 – 2007) de la publicación de Cien Años de Soledad, arranca con una semblanza de Gabriel García Márquez  por Álvaro Mutis, una introducción por Carlos Fuentes, y un análisis de la narrativa de García Márquez por Mario Vargas Llosa. Otros estudios de académicos expertos abordan diferentes aspectos del autor y de su obra, en particular del profundo impacto cultural que ha ejercido. Pero lo más relevante para mí no son estos sesudos y oportunos estudios, cuanto la oportunidad de contar las circunstancias en que este libro vino a mis manos, y para vivir con ustedes el anticlímax correspondiente, el que de alguna manera niega todo lo dicho antes.

En mis correrías como preceptor, tutor y coach de jóvenes despistados y necesitados de guía profesional para sortear las fragosidades del sistema educativo de la actualidad, hace unos siete años fui contactado por la atribulada madre de un joven con dotes musicales, a quien en los años de su secundaria – estaba en el último – lo habían convencido a conciencia de su estupidez innata, su fragilidad académica, su inanidad emocional y su incompetencia literaria. Es decir, era un producto normal del sistema educativo nacional, que en su currículum oculto ostenta cuarteles de autoritarismo e imposición, a la que llaman disciplina. Me encargaron le ayudara a  aprobar sus cursos, en varios estaba en capilla, podía repetir el año, lo que en colegio de clase “A” es una catástrofe. En suma, requerían un hombre orquesta y tal es mi perfil. No tengo empacho en señalar que en realidad conceptuaba mi trabajo muy sencillo: Devolverle al joven la confianza en sí mismo, usar de esa confianza renovada para el abordaje de cada problema, y atacarlos y resolverlos uno por uno y en fila india. Eso y un poco de método usualmente son más que suficiente. Uno de los cursos en capilla era Literatura, lo que suena raro: Un joven compositor de música, eximio guitarrista ¿con problemas literarios? … pues sí, pero tampoco era literatura lo que hacían en ese mal llamado curso de literatura. Entre las aburridísimas y repetitivas fichas de lectura y la decodificación a punta de pistola, uno de los libros establecidos como obligatorio era… Cien Años de Soledad. Y por supuesto la preocupada madre del joven compró la mejor y más reciente edición, esa de la que acabamos de hablar. Al final de la historia logramos aprobar todos los cursos, incluso el malhadado de literatura. Pero jamás olvidaré las últimas palabras académicas que crucé con este joven: Llévate el libro, Javier, no quiero volver a verlo nunca más en toda mi vida.

V
Colofón


Feo el Anticlímax, ¿no? Aún hoy me pregunto cómo se hace para odiar Cien Años de Soledad, y si bien ese odio más el agradecimiento por la ayuda prestada hicieron que esa edición entrara en mi Biblioteca – y tengo ese libro delante de mí cuando tecleo estas líneas – me pregunto qué pasa en las escuelas de mi país para que se termine por odiar todo lo que vale la pena. Si fuera una política diseñada a propósito para embrutecer a la gente por la generación de antipatías, no funcionaría mejor. Ya lo dijo Ray Bradbury: No es necesario quemar libros, basta con que no se lean. El riesgo de que el legado de Gabo y el de otros creadores no pasen la prueba generacional es verdadero, hay que hacer algo al respecto o la Cultura se quedará en agua de borrajas. Para que Gabo descanse en paz.    



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