Cien Años de Soledad
I
Un ilustre fallecido
Falleció hace pocos días Gabriel García Márquez, el genial Gabo, autor de entrevistas, reportajes,
cuentos, novelas y sabe Dios cuánta cosa más, todas tan fuera de lo ordinario.
Me resisto a escribir sobre él, la verdad no soy nadie para hacerlo. Pero puestos
en ese plan, no soy nadie para escribir absolutamente sobre nada, en realidad.
En estas Crónicas trato todo el tiempo de plantearme un punto de vista desde el
ejercicio de la lectura, desde la lógica, el uso, la obsesión, la ad-miración
que me puedan producir las obras, las temáticas, los personajes y los autores,
siempre desde mí mismo y desde el ejercicio de mi proceso lector, con mis pespuntes
educacionales y pedagógicos, ni más ni menos. Como lector trato de escaparme en
lo posible de la pedantería que asalta el ejercicio de la escritura, que al fin
y al cabo realizo porque me gusta pues,
porque siento la necesidad y porque hay quienes me honran con su atención y no
quiero quedar mal con ellos. García
Márquez me rebasa tan ampliamente – como Borges, de quien sin embargo preparo una Crónica – que casi es
atrevimiento escribir sobre él. Y sin embargo, al momento de su partida estaba
tratando de hacerle su Crónica, centrada en tres de sus principales novelas. Y
sé que aún en ese caso, flaco favor le hago: Odio hablar de libros famosos que
todo el mundo conoce e identifica como excelentes, a veces con acierto y a
veces no tanto. Se siente uno en la obligación de sumarse a una crítica
favorable solamente porque es de buen tono, que el libro no necesita y que es
excederse en lo que otros dijeron mejor de lo que yo sería capaz en mil años. Y
así, en el mejor de los casos, la Crónica sirve de lo mismo que los pies para
un pez.
Pero por fortuna escribo porque
lo necesito, y por eso me disparo esta Crónica de corrido en un momento en que
no se sabe bien qué sentir. Gabriel
García Márquez ha fallecido, sí, pero tras una vida larga y parece que intensa y
feliz, y habría poco de qué lamentarse, si acaso de su ausencia física y de su
bonhomía tan apreciada por los que le conocieron. Para mí es ocasión de revisar
lo que experimenté con su obra. A estas alturas, si bien su persona ya no está
entre nosotros, su obra sigue ahí - veremos por cuánto tiempo - es todo cuánto nos
quedará de él. Por ello, en vez de seguir mi plan original de tres novelas,
prefiero ir rápido y de frente al punto y centrarme en una sola, y dentro de
esa sola gran novela (Cien Años de
Soledad) no trataré para nada de decir de nuevo lo que ya se ha dicho, en
verdad lo que tengo que decir sobre esta novela es únicamente lo que a mí
concierne, mi propia experiencia de lector que tal vez se parezca a otras. Y
eso que cuando la empecé “no me gustó”. Fue para mí de esas novelas en que hay
que superar las primeras veinte y pico de páginas para definir si es que
quieres seguir leyéndola. Y no es raro, porque la leí allá por los últimos años
´60, muy jovencito, y vagamente recuerdo que a mis familiares les parecía García Márquez un peligroso autor
comunista. Para entonces yo ya sabía que esa literatura comunista era muchísimo
más interesante que las sandeces que leían mis choznitos, y lo bueno de los
tíos de cariño es que ellos sí tenían esos libros, los que leía casi
clandestinamente, durante las visitas. Ahí fue que vi por primera vez la edición
clásica de Cien Años de Soledad, de
carátula de cartulina blanca y azul, y ahí fue que la abrí y leí por vez
primera.
II
Cien Años de Soledad: Primera
Lectura, a toda velocidad
Recuerdo esa edición en blanco y
azul y en cartulina porque fue la primera que abrí, y de la que alcancé a leer
clandestinamente las primeras cien páginas o algo así. Mi recuerdo más marcado
no es argumental, sino el referido a la portentosa fluidez del relato, que
corría hacia adelante muchísimo más rápido que mi capacidad de leer. No sé si
les ha pasado esto a otros, con esta o con otras obras, pero a veces me he
cruzado con libros que te leen más
rápidamente de lo que tú puedes leerlos a ellos. Y estoy seguro que este fue
el primero con el que me pasó así. La sensación es avasallante: Lees línea tras
línea, y cada línea corre más
rápidamente que la anterior, hasta que alcanzas una velocidad que no te la
crees tú mismo. Y no puedes detenerte, porque el flujo de los acontecimientos
narrados (ideas si el libro no es de literatura) te arrastra y te lleva como
esa torrentera en la que casi me ahogo en la selva. Es decir, completamente
contra mi voluntad. Y eso significa exactamente lo que significa: Que corres
endemoniadamente rápido, porque no hay como malditamente detenerse, porque si
te paras con seguridad algo se te va a escapar y porque estás preocupadísimo de
qué le va a pasar a José Arcadio Buendía, a Aureliano Babilonia o a Pilar
Ternera, cómo se va a desenredar el bendito fusilamiento – aunque sabes
a la perfección que el fusilamiento se resuelve en balas, y lo sabes y lo prevés,
pero igual de todas maneras quieres verlo.
Supongo que saber que no tendría el libro en mi casa influía poderosamente en eso
de leerlo a todo meter. No sé si ese estilo de lectura apareció guiado por esa necesidad,
pero no me ha pasado con muchos, aunque sí con las novelas de Milan Kundera y algunas de Marguerite
Yourcenar.
Por cierto que también me he
encontrado con este estilo supersónico de lectura en obras de las que prefiero
olvidar, en las que esa velocidad parecía diseñada más bien para un loable,
rápido y violento despacho de la tediosa labor de leer libros “obligatorios”,
en uno u otro sentido. Es cierto que para disfrutar la literatura hay que
detenerse, pero también es cierto que los lectores, como los escritores, tienen
sus demonios (¿serán los mismos?) a los que no tenemos más remedio que
obedecer. Y Cien Años de Soledad se
mereció varias lecturas más. Pero me recuerdo haber leído así, a la prepo,
muchos libros “obligatorios”, de esos impuestos por el colegio, la universidad
o los muchos empleos que he debido ejercer para ganarme los frejoles. En literatura
de ficción fue así con El Código Da Vinci,
novela francamente menor, que me leí exactamente en día y medio, y que me dejó
el regusto de que incluso ese día y medio habíase desperdiciado en una lectura bastante
prescindible, ya me referí a eso en otra Crónica. Hay épocas y épocas en la
lectura, no es lo mismo abordar una obra a los catorce años que a los veinte o
a los cuarenta. En esa primera ocasión en que me confronté con Cien Años de Soledad, yo era un púber-adolescente
que hacía bandera y escudo de su inmoderado gusto por la lectura, que no tenía
seguridad en nada y sí más bien muchas preguntas sobre todo, y casi nadie que
me las contestara, me las explicara o cuando menos que le importara hacerlo.
Así que mis primeras respuestas sobre la vida me las encontré en los libros,
entre ellos este atesorado Cien Años de Soledad.
Desde entonces se me quedó grabado esto: uno
no se muere cuando debe, sino cuando puede.
III
Cien Años de Soledad: Segunda
Lectura
Llega un momento en la vida que
te percatas que al llegar a ser autónomo te haces libre. Y no puedes ser libre,
como dice creo San Pablo, si no
trabajas. Muy temprano me ocurrió que gané dinero con mi trabajo, y por ende
fue una suerte de incipiente y deliciosa locura disponer de él a mi antojo y
decidir cómo gastarlo. Fue así que me adquirí mi propio ejemplar de Cien Años de Soledad a mis dieciséis
años de edad, de plena adolescencia y magnífica insania. Era la misma edición
de blanco y azul en su cartulina de carátula en la que me había cruzado con García Márquez la primera vez. Por entonces
me había pasado ya que había llegado a mi poder – vaya a saber cómo – los
cuentos de la Cándida Eréndira y su
abuela desalmada, y también los de La
Hojarasca, que me leí en tiempo record y antes de emprender la segunda
lectura de los Cien Años, que se
suponía obligatoria para todo tipo culto. Como yo tenía por entonces la
pretensión de la culturosidad, considerada cosa de frikis, pues que me gastaba mi plata en libros, y eso le parecía
raro a los que me rodeaban. Bueno, en realidad yo le parecía raro a todos los
que me rodeaban, así que una raya más al tigre qué le hace. En mi recuerdo
subsisten las imágenes de las rumas de libros en las librerías que frecuentaba,
y las carátulas de sus libros, que no cambiaban a la velocidad que cambian
ahora. Ahí tenía su sitio de honor, siempre, García Márquez, y ahí me familiaricé con su rostro bigotudo, allá
en la contracarátula de Cien Años de
Soledad. Por vez primera leí el bendito libro desde el mero principio hasta
el mismísimo final, y esta vez sin la sensación de trascendental urgencia que
había marcado mi primera y media clandestina lectura. Después de todo, podía
dejar el libro en la mesa de la noche y retomarlo al día siguiente, una
sensación deliciosa que disfruté hondamente.
Y sí, lo disfruté mucho,
muchísimo más que la primera vez. Había una historia ahí, y qué historia, Dios
de Israel. Nunca traté de desentrañarla, la quería así como era, y era una
especie de pecado, crimen o falta punible el tratar de hacerle el mapa a
Macondo o el árbol genealógico a los Buendía. Esas eran labores ociosas e
inútiles, que de alguna manera rompían el delicioso, sudoroso y entreverado argumento,
una falta de respeto al sublime desorden que el autor había puesto en su obra. Hay
libros que no puedes ni debes leer en la infancia, y no dudo que Cien Años de Soledad es uno de ellos.
Había interrumpido su lectura la primera
vez cuando llegué a la descripción de la masacre de los trabajadores
fruteros, y muy joven como yo era estaba lleno de confusión en esos momentos en
los que se me formaba algún tipo de conciencia ética y política. Cuando volví a
esa parte en mi segunda lectura ya no era un niño, creía que sabía de qué se
trataba todo eso, y con seguridad era muy pedante al respecto, pero a esa edad
la pedantería es virtud y ruta hacia las ideas propias. En la formación de mi
personalidad tuvo algo que ver esa masacre de trabajadores, el desconcierto que
me causó y el posterior compromiso que generó. El libro ya no era más grande
que yo, ya no me leía él más rápido de lo que yo podía asimilármelo. Ahora no
solamente podíamos convivir, sino hacerle sitio a sus hermanos El Coronel no tiene quien le escriba, la
Crónica de una muerte anunciada, y en
particular una obra que algunos tildan de menor pero que a mí me gustó y no me
parece menor: El General en su laberinto. (Bájenla de acá: http://ebookbrowsee.net/gdoc.php?id=493358943&url=447351a676d184bddba7a72126311914).
IV
Cien Años de Soledad: Anticlímax
¿Es posible tenerle inquina,
fastidio o inclusive odiar a Gabriel
García Márquez y sus Cien Años de
Soledad? Lastimosamente sí es posible. A eso alude este Anticlímax. La edición
primigenia a que aludí en el acápite anterior la perdí en circunstancias ligeramente
vergonzosas, al final de un viaje que acabó entre el drama y la farsa, que no
contaré por pundonor y para no hacer (otra vez) el ridículo. Mi siguiente
edición de los Cien Años de Soledad fue
la de Oveja Negra, y la siguiente aún
la de la Empresa Editora El Comercio,
que luego obsequié. Todo esto viene a cuento porque hoy por hoy soy orgulloso
poseedor de la edición en tapa dura promovida por la Real Academia Española y la Asociación
de Academias de la Lengua Española, publicada y distribuida en el mundo de
habla hispana por Alfaguara, la del Grupo Santillana. Esta Edición tuvo como
precedente a la magnífica ídem del IV Centenario del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, la que por cierto fue
generoso y excelente obsequio que consulto y releo cada vez que puedo. La
Edición Conmemorativa del Cuadragésimo Aniversario (1967 – 2007) de la
publicación de Cien Años de Soledad, arranca
con una semblanza de Gabriel García
Márquez por Álvaro Mutis, una introducción por Carlos Fuentes, y un análisis de la narrativa de García Márquez por Mario Vargas Llosa. Otros estudios de académicos expertos abordan
diferentes aspectos del autor y de su obra, en particular del profundo impacto
cultural que ha ejercido. Pero lo más relevante para mí no son estos sesudos y
oportunos estudios, cuanto la oportunidad de contar las circunstancias en que
este libro vino a mis manos, y para vivir con ustedes el anticlímax correspondiente,
el que de alguna manera niega todo lo dicho antes.
En mis correrías como preceptor,
tutor y coach de jóvenes despistados
y necesitados de guía profesional para sortear las fragosidades del sistema
educativo de la actualidad, hace unos siete años fui contactado por la atribulada
madre de un joven con dotes musicales, a quien en los años de su secundaria – estaba
en el último – lo habían convencido a conciencia de su estupidez innata, su
fragilidad académica, su inanidad emocional y su incompetencia literaria. Es
decir, era un producto normal del sistema educativo nacional, que en su
currículum oculto ostenta cuarteles de autoritarismo e imposición, a la que llaman
disciplina. Me encargaron le ayudara a aprobar sus cursos, en varios estaba en capilla,
podía repetir el año, lo que en colegio de clase “A” es una catástrofe. En suma,
requerían un hombre orquesta y tal es mi perfil. No tengo empacho en señalar
que en realidad conceptuaba mi trabajo muy sencillo: Devolverle al joven la
confianza en sí mismo, usar de esa confianza renovada para el abordaje de cada
problema, y atacarlos y resolverlos uno por uno y en fila india. Eso y un poco
de método usualmente son más que suficiente. Uno de los cursos en capilla era
Literatura, lo que suena raro: Un joven compositor de música, eximio
guitarrista ¿con problemas literarios? … pues sí, pero tampoco era literatura
lo que hacían en ese mal llamado curso de literatura. Entre las aburridísimas y
repetitivas fichas de lectura y la decodificación a punta de pistola, uno de los
libros establecidos como obligatorio era… Cien
Años de Soledad. Y por supuesto la preocupada madre del joven compró la mejor
y más reciente edición, esa de la que acabamos de hablar. Al final de la
historia logramos aprobar todos los cursos, incluso el malhadado de literatura.
Pero jamás olvidaré las últimas palabras académicas que crucé con este joven: Llévate el libro, Javier, no quiero volver a
verlo nunca más en toda mi vida.
V
Colofón
Feo el Anticlímax, ¿no? Aún hoy me
pregunto cómo se hace para odiar Cien
Años de Soledad, y si bien ese odio más el agradecimiento por la ayuda
prestada hicieron que esa edición entrara en mi Biblioteca – y tengo ese libro
delante de mí cuando tecleo estas líneas – me pregunto qué pasa en las escuelas
de mi país para que se termine por odiar todo lo que vale la pena. Si fuera una
política diseñada a propósito para embrutecer a la gente por la generación de
antipatías, no funcionaría mejor. Ya lo dijo Ray Bradbury: No es necesario
quemar libros, basta con que no se lean. El riesgo de que el legado de Gabo y el de otros creadores no pasen la
prueba generacional es verdadero, hay que hacer algo al respecto o la Cultura
se quedará en agua de borrajas. Para que Gabo
descanse en paz.
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