miércoles, 19 de octubre de 2011

PENA DE MUERTE, ÉTICA Y DIÁLOGOS APÓCRIFOS - Parte 2


"Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos" (Mateo 7, 12).
"No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti" (Confucio)
“Mas si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida / Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, / Quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.” (Éxodo 21, 23-25)



Parte Dos:

Continúo en donde me quedé:

Ius naturalismo y positivismo

En ética y política en el mundo real, las opciones morales parecen partir de dos asunciones o supuestos antagónicos: O el ser humano es bueno, y aplica la Regla de Oro; o es malo y aplica la Regla de Hierro. La escuela ius naturalista del Derecho sostiene que el origen de los derechos parte de la naturaleza del ser humano, que supera y precede a cualquier ley positiva. En el caso de las religiones, los derechos naturales son dados por Dios, superior y precedente a los seres humanos. Parece obvio que los conservadores tenderían a ser ius naturalistas por principio, en la medida que apoyan sus asertos en la idea de que existe algo – Dios o la naturaleza humana - que de alguna manera obliga y predetermina lo que está bien y lo que está mal. Es la de todas las ortodoxias. En mi modesta opinión, sería muy ventajoso para la sociedad y las personas que hubiera alguien o algo que nos dictara indubitablemente el deber-ser y nos librara de las pesadas cargas del pensar y de la libertad.

El suponer que el ser humano es Bueno o Malo por naturaleza aplica un tercio excluido que en apariencia funciona poco, pues la reserva de personas buenas hasta el sacrificio o malas hasta la telenovela es, en la realidad cotidiana, escasa. Los conceptos de Bueno y Malo son antitéticos solamente en cuanto conceptos, pero las situaciones humanas en las que debemos aplicarlos suponen tomar decisiones morales. En la vida, las personas no somos ni luminosamente buenos ni oscuramente malos, nos debatimos en una zona grisácea donde nuestras conductas determinan acumulativamente lo que somos, y donde nunca somos enteramente lo que queremos ser. Se me hace, por otra parte, que una aplicación a rajatabla de la Regla de Oro llevaría a una Dictadura o Anarquía, en tanto que la aplicación de la Regla de Hierro lleva a … ah caray … qué coincidencia. Y así nos podemos explicar por qué las Leyes de un estado no se pueden basar en exclusiva en la Bondad o Maldad intrínsecas del ser humano, sino en una suerte de pragmatismo de raíces más bien maquiavélicas y positivistas. Vale decir que la Ley sería lo que queremos que sea Ley, y ya.

La Regla de Plata

El problema de la Moral Social es que determina la conducta social. Las Reglas de Oro y Hierro, como hemos visto, dependen de supuestos sobre la naturaleza humana, pero la experiencia propia y ajena nos dice que, a pesar de todo lo que podamos decir al respecto, el hombre no es ni puede llegar a ser completamente Bueno o Malo, y por lo tanto las Reglas de Oro y Hierro admitirán excepciones que las convertirán en inútiles. Parece necesario encontrar un principio moral que admita más posibilidades para el razonamiento moral y proporcione instrumentos racionales que permitan tomar decisiones morales. Parece que la Regla de Plata responde a estos criterios.

Diálogo apócrifo sobre la Regla de Plata

La Regla de Plata se formula igual que la Regla de Oro, pero en voz pasiva: NO hagas al Otro lo que tú NO quieras que te hagan. No se trata de hacer el bien o el mal, sino de no hacer, algo infinitamente más fácil. No se alcanzarán cumbres éticas, pero cuando menos nos podemos asegurar cierta tranquilidad a nosotros mismos y al resto. Combinamos a nuestros apócrifos Confucio y Buda para producir el acercamiento entre el Oro y el Hierro, a ver qué resulta:

(Discípulo) – Buda, este es Confucio. Confucio, este es Buda.
(Confucio) – Gusto en conocerte.
(El Iluminado) – El gusto es mío.
(Discípulo) – Maestros, estoy muy preocupado. ¿Qué regla de conducta debo seguir?
(Confucio) – Todo depende para qué.
(El Iluminado) – Claro. ¿Para qué necesitas una regla de conducta?
(Discípulo) – Pues para poder alcanzar la felicidad y convivir con las gentes.
(Confucio) – Ah, entonces sigue la Regla de Oro.
(El Iluminado) – Y no olvides esconderte cuando los otros la apliquen.
(Discípulo) – Ya, dejen de tomarme el pelo (sobándose la calva). Maestro Confucio, tú mismo me dijiste que no debería seguirla.
(Confucio) – No, Saltamontes. Te dije lo que pasaría si todos la aplican. Pero ese riesgo no existe. Y tal vez así puedas alcanzar la felicidad. Por lo menos bien sí te sentirías.
(Iluminado) – Ya, no lo desconciertes más, Confucio. Saltamontes, ¿qué deberías hacer para alcanzar la felicidad en la sociedad?
(Discipulo, más desconcertado que nunca) – Díganme lo que sea, yo lo hago.
(Confucio) – Oh, Saltamontes, forma y sigue tu propio camino.
(Iluminado) – Oh Saltamontes, sigue el justo medio.

En el plano personal, cuando nosotros descubrimos, casi siempre sin anestesia, que la vida no es como los principios la pintan, se produce la consabida crisis de valores, y se busca un reajuste que adapte los unos a la otra. Tratamos de superar la dicotomía entre los principios éticos y las realidades sociales. Tratamos de conocer el deber-ser moral y a la vez el ser moral, y nos hacemos conscientes de que necesitamos ajustarnos a esa dicotomía, y posteriormente lo intentaremos con nuestros propios hijos. Saber “cómo es”, que le decimos. Derivar de una posición ética activa a una posición ética pasiva ocurre cuando se pasa de la adolescencia a la adultez, y no somos tan conscientes de ello como de la crisis de valores que lo produce. Dado que la formulación pasiva de la Regla de Plata separa con eficacia la ética individual privada de la Moral Pública y de la Política, se suele derivar hacia ella de manera casi natural. Digámoslo de este modo: En la medida que no me interesa lo que el otro hace mientras no me friegue, menos dispuesto estoy a hacer cosas que lo frieguen. Ya no se devuelve el Bien por el Mal, sino la Justicia por el Mal. Y puede incluso que sea mejor así.

Pena de muerte

Pensemos en la Pena de Muerte. La Regla de Hierro nos dice que SÍ. La Regla de Oro nos dice que NO. Por cierto, es un ejercicio interesante en la enseñanza de la ciudadanía el recoger las opiniones de los alumnos sobre la pena de muerte en un cuadrito. Tratemos de hacer esto, dentro de nuestros límites.

Una pena presupone la noción de un sufrimiento corporal o espiritual impuesto a un individuo en retribución de una conducta reprochable. Ojo que no he dicho “mala” para no deslizarme al ius naturalismo, sino reprochable, que sería más positivista. Una pena constituye, para quien la sufre, perder en todo o en parte algo importante: La propiedad en el caso de las multas, la libertad en el caso de caer preso, o incluso la vida, en el caso de haber pena de muerte. Sin embargo, otros creen que la pena debería ayudar a la redención, transformación y reinserción social del delincuente. Y aquí empezamos a tener discrepancias serias, porque la pena de muerte es algo tan definitivo que si pensamos en redención y reinserción social, pues no hay manera de reinsertar cadáveres. Y aquí estaríamos en una discusión bastante irreductible, pero que devuelve la pelota a los defensores de la pena de muerte, pues estos deberán creer necesariamente que el ser humano es irrevocablemente Malo, y por lo tanto la única solución al crimen máximo es la pena máxima, es decir la muerte, porque no habría, a priori, esperanzas de redimir y reinsertar a un asesino o violador de menores.

Los otros argumentos a favor de la pena de muerte son de carácter más bien pragmático. Por ejemplo el del costo de mantener encerrado a un delincuente comparado al costo de matarlo. En la República Popular China esto ha llegado al extremo de hacerle pagar al reo la bala que le perforará la nuca, así que según parece la situación de costo-beneficio se maximiza. Por otra parte, en los Estados Unidos el costo de matar a alguien es más bien alto, tanto por las leyes que lo mantienen encerrado en la “Línea Verde” durante años, como por la necesidad de asegurarse que la muerte es misericordiosa, y no un espectáculo bárbaro. Entre nosotros la tradición ha sido el fusilamiento a cargo de un pelotón del Ejército. Este argumento no tiene más argumento moral que la conveniencia social. Otro argumento, más pesado es el de la disuasión por la ejemplaridad. La ejemplaridad funciona bien en otros contextos, como el  de la lucha contra la corrupción, por ejemplo, en el que si caen los grandes, los chicos tienden a tomar las cosas con más calma para evitar la canasta. Del mismo modo, se supone que si un determinado crimen genera la pena máxima, esto disuadiría a los potenciales criminales de cometerlo. El argumento es de carácter psicológico y social, y para verificarlo tendríamos que hacer una investigación entre los criminales y entrevistar a una muestra representativa que nos informe sobre su posible capacidad de disuadir. También se puede verificar comparando en determinados lugares la incidencia de crímenes y la pena máxima. Hay cifras interesantes. En Providence, Rhode Island, no hay pena de muerte y la incidencia de homicidios es de 3,6, mientras que en Louisiana hay pena de muerte y el índice de homicidios es de 17,5. El argumento, pues, no parece ser concluyente, por la intervención de otros factores que no son tomados en consideración. Un último argumento, interesante por lo pragmático, es que la pena de muerte es eficaz para prevenir actos de justicia popular, lo que parece optar por un mal menor.

Hay otros “argumentos” que no se dicen con claridad pero que están claramente configurados en forma de analogías o ejemplos. Por Internet me llega cada cierto tiempo spam sobre la incidencia de crímenes en Singapur u otro país asiático, y su relación con las penas de multa, cárcel o máxima; que siempre buscan correlacionar pena de muerte y tranquilidad social. Aunque parece un argumento de disuasión, en realidad apela más bien al egoísmo de grupo: Si permites que la autoridad castigue con ejemplaridad, entonces vivirás tranquilo. En realidad una Regla del Hierro edulcorada con azuquitar rubia, que muestra las contradicciones morales internas de los que mandan estos spams, o es propaganda gratis para gobiernos conservadores, supuestamente más eficientes en mantener el orden encarcelando a los que escupen al piso. Otro “argumento” análogo se basa en la enormidad del crimen y en la equidad de la respuesta, y se basa en escandalizar al ciudadano común mostrando imágenes horribles o describiendo con fruición el crimen cometido. Para estos apologistas de la pena de muerte, mientras más grave el crimen, más atroz debe ser el castigo, y aunque ya pasaron los tiempos en que a los condenados a muerte se les arrancaban las tripas mientras aún estaban vivos, parecieran desear que volvieran esos espectáculos. En la práctica es la apología de la venganza, es decir la aplicación no tan soterrada de la Regla de Hierro.

La idea de la pena de muerte no es matar por matar. La pena de muerte, y cualquier pena por cierto, no es administrada por los individuos sino por el estado, y además se entiende que el estado es legal, legítimo y tiene por fin el proteger a la sociedad, pues de otro modo no habría fundamento por el que aplicara penas. Aún donde hay pena de muerte, que el estado mate a alguien es entendido como una espantosa obligación a la que hay que rodear de toda clase de ritos y ceremonias que de alguna manera lo justifiquen. La finalidad de las penalidades judiciales es hacer justicia de manera efectiva. La discusión por ende debería centrarse en la Justicia y la manera de hacerla efectiva.

Colofón

Para cualquier estado es inconmensurablemente más fácil prohibir hacer cosas que lograr que se hagan. Este es un hecho verificable: Los estados cuya Moral Pública se basa en la Regla de Oro o en la Regla de Hierro atentan contra su propia supervivencia, por realidad ética y política. Una de las gracias o desgracias de la acción política en un contexto democrático es que refleja la composición social y el avance político de las sociedades. El estado sobrevive en la medida que convence a las gentes que es moral interesarse en que se fortalezca y cambie en determinadas direcciones. Ello convoca del individuo y del estado la necesidad de razonar ética, moral y políticamente. Y por ahora, chau.

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