sábado, 24 de marzo de 2012

CRÓNICAS DE LECTURAS 8: Una Historia de Dos Ciudades


CRÓNICAS DE LECTURAS - Ocho

Una Historia de Dos Ciudades

I
De Libros, Soledades y Hoteles

No, el título no es una reseña de la obra de Charles Dickens, que además no podría reseñar pues no la he leído. En realidad quisiera referirme a una experiencia que, en lo que a la lectura se refiere, presenta algún interés. ¿Qué le pasa a alguien cuando llega a un lugar donde no hay libros para leer? Eso, aunque no lo crean mis amables lectores, pasa en nuestro país. Y es que uno no lo nota porque por lo general si uno es lector, lleva consigo sus cachivaches y es autosuficiente y autárquico en sus capacidades lectoras, y no se percata de cómo anda el entorno en cuanto a libros, salvo que vaya a ello o que sea fijón. No mencionaré el nombre de estas dos ciudades, porque como que las comparaciones son odiosas y mejor no chocar con Chocano, que me han dicho es un tipo desagradable y de pocas pulgas. Pero puedo decir que no es Cusco, ciudad en donde saqué Carné de Biblioteca de lector allá por 1980, y a cuya esforzada Biblioteca todavía le debo un libro, que por ahí en mis libreros anda. Espero que ahora, 31 años después, no se les dé por cobrármelo. Si amenazan con ello, lo devuelvo … . En fin, que la cosa fue más o menos así: Trabajaba a la sazón este humilde servidor en la Empresa Nacional de Turismo ENTURPERU como Administrador de Hoteles, y como ocurría con todos los que andábamos en esa chamba, fui enviado a hacerme cargo de la Administración de uno de los treinta y tres Hoteles de Turistas repartidos a lo largo y ancho del territorio nacional, así que no se preocupen que no sabrán ustedes, mis muy estimados lectores, a cuál me refiero. Pero era lugar aislado por entonces, oh sí. Era tan aislado que podríamos describirlo así: Arena por ambos lados, mar al frente y montañas atrás. Y la pista, claro, serpiente ondulante recorrida diariamente por muchos vehículos, cuyos conductores y pasajeros constituían el grueso de mis clientes.

Un lector, como he dicho, anda apertrechado de libros. Por entonces andaba yo liado con dos colecciones, la de Historia Universal de la Revista Gente – revista por la que sentía limitadísimo interés, y que solamente adquiría por esos libros -, y la Biblioteca Científica Salvat, cuyos volúmenes – como los de la marquesa de Low Bridge de Les Luthiers – me apasionaban. Además de otros, claro. No era la primera ni sería la última vez que trabajaba lejos de mi residencia en Lima, y si algo pesó siempre en mi equipaje fueron los libros. Y es que el aislamiento en que puede vivir un fuereño, un casi extranjero, puede ser mortal, y si uno no tiene con qué licuar las horas muertas, seguro le irá mal. No era que hubiera tantas, por otra parte. El trabajo era duro y requería de presencia con mando y autoridad las veinticuatro horas del día y los 365 días (366 si es bisiesto) del año. Pero siempre están esos momentos detrás del counter o mostrador, o sentado en tu oficina, o metido en tu habitación, que por un momento te das cuenta de lo absolutamente aislado que estás. Y no es un tema cualquiera, por ahí suelen aparecer algunos desconocidos retorcimientos previos de la personalidad que si antes estaban más o menos contenidos, en esas circunstancias tienden a escaparse. Las consecuencias de tales fugas las he observado entre mis colegas – en especial los solteros – traducidas en diversos grados de alcoholismo. Yo en estas cosas soy, por fortuna, veterano, y he paseado mi humilde humanidad por regiones de nuestro país bastante remotas y despobladas, así que algo me lo sé ahora, y por entonces ya algo me lo sabía.

II
Aislamiento

Así que a trabajar se ha dicho, y a leer cuando no tenía nada mejor que hacer, lo que no ocurría con demasiada frecuencia. Cada cierto tiempo viajaba a Lima o a ciudades cercanas por motivos de trabajo, y como esa época no es la de hoy, cada viaje parecía una expedición a las Indias Orientales Holandesas. Como estaría de aislado que la única manera de comunicarme con rapidez era a través del telégrafo. Sí, leyeron bien, telégrafo. Entre mi central y yo circulábase gran cantidad de telegramas, y de esta manera lo que hablábamos era conocido de todo el pueblo ni bien el mensaje salía o llegaba, y es que el servicio nacional de telégrafos estaba lleno de chismosos. Sospecho que fue así desde los tiempos de Samuel Morse. Imagino que a mis lectores más jóvenes esto debe parecerles contemporáneo de Caral, y es que efectivamente nuestro país estaba por entonces muy aislado tanto en transportes como en comunicaciones. Tuvo que llegar Telefónica de España en los ´90 – con sus más y con sus menos -, para que acá nos enteráramos de qué significa estar interconectados. La Internet simplemente no existía. Estoy seguro que no me creerán si cuento que a mí me cuadraron bien feo cuando propuse computarizar un Hotel, y casi me botan por tener razón demasiado pronto. En todo caso, eso pasó después, y quizá lo cuente con mayor detalle en otra ocasión.

En esta ciudad a la que me refiero, un teléfono era por lo tanto cosa del mayor exotismo. Y para remate soy un “gringo”, esos son mis genes, si a alguien no le gusta peléese con mi papá y mi mamá. Un “gringo”, por más patriota peruano y por más mozambique, huanca o matsiguenga que se sienta, era para los habitantes del pueblo primero “gringo” que humano, y estaba por ende marcado por la histórica desconfianza del respetable. No los culpo, considerando lo que la gringada española le hizo a estas tierras y sus gentes. Así que esto del aislamiento marcaba fuerte en esta ciudad católica, tradicionalista, chismosa y cerrada sobre sí misma. Añadamos que por alguna razón técnica que jamás comprendí, el acceso a la Televisión estaba limitado por razones de carácter orográfico, e implicaba el empleo de antenas que, otra vez por razones para mí completamente abstrusas, solo permitía el disfrute de la pantalla chica a una media docena de familias, y me quedo largo. Había un Cine y solamente uno, de esos con sillas de madera y sábana cosida por ecran, que pasaba viejas películas sobre la Pasión de Cristo en Semana Santa. No sabría decir si eso de no tener casi Cine ni Televisión fuera para el pueblo una ventaja o desventaja. Simplemente eran artilugios tan exóticos como el teléfono. Por otra parte, a ningún viajero se le ocurría, como hoy, que había de disponer de Cable en las habitaciones del Hotel, y para las tres estrellas que tenía, bastaba en general que las habitaciones estuvieran ordenadas y limpias. A tales extremos llegaba el aislamiento en aquellos no demasiado remotos días. 

III
¿Ciudad chica o pueblo grande?

Como ya he contado, cada cierto tiempo me desplazaba a otras partes. Quiere la suerte – o la caprichosa distribución de las aguas de los ríos en nuestra costa – que a unas decenas de kilómetros al norte hubiera otra ciudad, a la que tenía que ir para hacer trámites que en donde yo vivía y trabajaba no se podían hacer, así que debía dirigirme a este lugar para cumplimentar algunos de mis deberes administrativos. La primera vez que fui quedé impresionado no tanto por la ciudad, que era pequeña, sino por las diferencias que observaba en relación con el pueblo donde estaba destacado. Debo decir que esta ciudad era mucho más pujante y estaba claramente mejor administrada. Yo ya tenía ciertas personales prevenciones contra el pueblo al que la suerte me había conducido, adquiridas por la atenta observación y las malas experiencias. Ya he dicho que las comparaciones son odiosas, pero en esta Historia de Dos Ciudades, consideraba el lugar adonde me dirigía como la “ciudad chica”, en tanto que consideraba el de mi procedencia como un “pueblo grande”. La principal diferencia que para mí marcaba tal diferencia entre Pueblo y Ciudad tenía precisamente que ver con los libros. Esta ciudad chica poseía un edificio bastante bien cuidado con un letrero que decía “Biblioteca Pública”, y de donde yo venía no había ni el edificio, ni el cuidado ni el letrero. Pues sí, señoras y señores, una cabeza de provincia sin Biblioteca Pública, edificación cuya necesidad no parecían haber percibido los por otra parte bastante normales, chambeadores y muchas veces simpáticos agricultores, pescadores y comerciantes del pueblo grande y adormilado donde se había construido el Hotel donde laboraba.

Fue ahí que empecé a reflexionar acerca de lo que la gente es respecto de la lectura. Lo cierto es que mis eventuales coterráneos no leían ni sentían necesidad alguna de leer. Esto no puede atribuirse a la falta de ganas, si hemos de ser justos; sino a la mucho más prosaica razón de que para leer necesitas libros. Y como libros no tenían, limitaban sus costumbres lectoras a los periódicos, que aparecían en esas ediciones “de provincia”, caracterizadas precisamente por tener menor cantidad de material de lectura. Conversé con los profesores del lugar al respecto, y me encontré con lo normal: quejas generalizadas y solicitudes de apoyo. Esta actitud no es nada rara en las provincias de la República Perulera. Yo era un triste administrador de Hotel varado en un pueblito soleado y aburridísimo, aunque estoy seguro que mis contertulios de entonces creerían que mi biotipo me hacía capaz de obtener todo lo que solicitaran, un tanto a la manera que el encomendero o corregidor de la Colonia debió parecerles a los mitayos que tuvieron la muy mala suerte de tratarlos. Como no nací ayer, sino antes de ayer, me daba cuenta que si les facilitaba mis propios libros lo más probable sería que no volviera a verlos, y mi camote con ellos me impedía compartirlos. No quiero describir la situación en los pueblitos de agricultores del interior, que dependían de esta cabeza de provincia. Como decena y media de años después retorné para hacer un diagnóstico educativo in situ, y los resultados no fueron nada halagadores. Pero ese es otro tema.

IV
Delirium Tremens

En uno de mis viajes desde Lima de retorno al pueblo donde estaba mi Hotel pagué uno de los muchos noviciados que he pagado en la vida. Me robaron todo mi equipaje, que incluía no solamente los papeles del Hotel, cosa grave, sino los libros que me llevaba a leer, cosa gravísima. Incluso hoy puedo decir qué libros me robaron, pero de los papeles, ni me acuerdo. A la ida había retornado a mi residencia en la capital decenas de libros leídos, releídos y subrayados; y los que me habían robado eran libros cuidadosamente elegidos para estructurar un cuerpo de lectura homogéneo. Ahora me encontraba con que debía viajar sin alimento para el alma. No quiero recordar las circunstancias del robo, porque todavía tengo algo de autoestima y no me parece eso de mostrar mis intimidades en público, pero en honor a la verdad debo confesar que quedé bastante en ridículo. En todo caso no me quedó más que poner cara de circunstancias, tratar de llevar la fiesta en paz, y proseguir el obligado periplo. Si alguna vez vuelvo a verle la cara al desgraciado que me asaltó … mejor no digo. En fin, llegué al pueblo sin nada. Al principio, abocado como estaba al trabajo como que mucho no sentí la pegada. Pero poco tiempo después ya estaba mostrando los conocidos síntomas del síndrome de abstinencia y el delirium tremens.

He hablado ya de las indeseables consecuencias del aislamiento, pero no terminé como el alcohólico que va de cantina en cantina gorreando un trago. En mi caso fue bastante peor. Desempedraba las calles de la ciudad buscando un libro qué leer. Juro y prometo que esta es la pura verdad. Pregunté a mis conocidos si tenían algún libro que me pudieran facilitar, y la mayoría no los tenía, excepto cierta vieja literatura de autoayuda. La leí, para mi vergüenza. Los trabajadores del Hotel fueron convocados uno por uno a mi oficina no para llamarles la atención o felicitarles por su desempeño, sino para ver si me podían facilitar algún material de lectura. Fui a la Parroquia, regida por desconfiados sacerdotes irlandeses, para ver si me podían proporcionar una Biblia, la que me prestaron a beneficio de intercambio y con absoluto descreimiento de que aquella indudablemente sana lectura contribuyera en algo a mi salud espiritual. Los profes de Historia de la zona me prestaron sus Pons Muzzo, famoso texto de Historia que yo ya había recontraleído, pero que no hace daño leer otra vez. Recorría los mercados los días domingos y alquilaba comics – que llamamos chistes, los que devoraba en minutos ante la vista atónita de los chicos a los que les cambiaba – les arrebataba – los suyos. Costaba unos centavitos el alquiler, recuerdo, y recluté como una docena de chicos para poder capturar todo lo que hubiera de Batman y Linterna Verde, mis superhéroes favoritos. Estaba a esas alturas en el nivel del fumador empedernido con delirium tremens que recoge del suelo puchitos aplastados para armarse su  atadito. Pero aún en medio de la desesperanza brilla la salvación en los sitios más inesperados. Una tarde de domingo particularmente ingrata, desierta, soleada y aburrida, recorría las calles tratando de soportar el delirium tremens intelectual, y miraba por las ventanas hacia el interior de las casas. De hecho caminaba por una de las mejores calles del lugar, asfaltada, con alcantarillas y todo eso. Y de repente, y sin aviso, vi la luz. Ahí, a través de la ventana, se la veía: reluciente, nueva – nadie la había abierto todavía, fungía más bien de adorno – bella, hermosa, atrayente, curvilínea, maravillosa, extraordinaria, sexy, perfecta. Era una Enciclopedia de Historia, completita, agraciada, de siete grandes tomos no manchados aún por la atención humana, ni mancillados por operación lectora alguna. Juro que me hacía ojitos y me murmuraba sensualmente “Léeme”. Ni corto ni perezoso, y más bien sí algo excitado, toqué la puerta, tal vez con excesivo entusiasmo. Una damita joven la entreabrió, pregunté por los dueños de casa. Al ver mi cara de extraviado y mis ojos desorbitados, cerró la puerta tras de sí, y no la culpo. Apareció entonces el padre de familia, que me reconoció inmediatamente (pueblo chico, infierno grande), le expliqué sucintamente el problema, y accedió a prestarme uno por uno los libros para leer, a cambio de una invitación a tomar unas chelas, con la que cumplí. 

V
Colofón

Así salvé mi integridad intelectual y no caí en las garras del alcoholismo. Debo decir además que esta lectura resultó notoriamente provechosa no solamente desde la perspectiva de la conservación de cierta sanidad psicológica, sino de mi conocimiento sobre la Temprana Edad Media, en especial la parte de la Invasión de los Bárbaros, que desde entonces jamás he podido borrar de mi memoria, con fechas y todo, vaya trucos que juega la memoria. Por otra parte, las cosas pueden cambiar para mejor, porque este pueblo grande que presenció mi delirium tremens es posible que haya aprendido algo de él, y terminó por imitar a la ciudad chica. Hoy en día esta ciudad goza de los servicios de una Biblioteca Pública que según tengo entendido es entusiastamente gestionada por un grupo de bravos muchachos del lugar, que no se han resignado al analfabetismo y la ignorancia ni para ellos mismos ni para su pueblo. Bien por los jóvenes. Hasta el próximo Sábado, hasta la próxima oportunidad, o hasta la vista baby, lo que ocurra primero. Lee lo que quieras, como quieras, donde quieras. No te arrepentirás. Y cuídate del Delirium Tremens
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