CRÓNICAS DE LECTURAS - Ocho
Una Historia de Dos Ciudades
I
De Libros, Soledades y Hoteles
No, el título no es una reseña de
la obra de Charles Dickens, que
además no podría reseñar pues no la he leído. En realidad quisiera referirme a
una experiencia que, en lo que a la lectura se refiere, presenta algún interés.
¿Qué le pasa a alguien cuando llega a un lugar donde no hay libros para leer?
Eso, aunque no lo crean mis amables lectores, pasa en nuestro país. Y es que
uno no lo nota porque por lo general si uno es lector, lleva consigo sus
cachivaches y es autosuficiente y autárquico en sus capacidades lectoras, y no
se percata de cómo anda el entorno en cuanto a libros, salvo que vaya a ello o
que sea fijón. No mencionaré el nombre de estas dos ciudades, porque como que
las comparaciones son odiosas y mejor no chocar con Chocano, que me han dicho
es un tipo desagradable y de pocas pulgas. Pero puedo decir que no es Cusco,
ciudad en donde saqué Carné de Biblioteca de lector allá por 1980, y a cuya
esforzada Biblioteca todavía le debo un libro, que por ahí en mis libreros
anda. Espero que ahora, 31 años después, no se les dé por cobrármelo. Si
amenazan con ello, lo devuelvo … . En fin, que la cosa fue más o menos así:
Trabajaba a la sazón este humilde servidor en la Empresa Nacional de Turismo
ENTURPERU como Administrador de Hoteles, y como ocurría con todos los que andábamos
en esa chamba, fui enviado a hacerme cargo de la Administración de uno de los
treinta y tres Hoteles de Turistas repartidos a lo largo y ancho del territorio
nacional, así que no se preocupen que no sabrán ustedes, mis muy estimados
lectores, a cuál me refiero. Pero era lugar aislado por entonces, oh sí. Era
tan aislado que podríamos describirlo así: Arena por ambos lados, mar al frente
y montañas atrás. Y la pista, claro, serpiente ondulante recorrida diariamente
por muchos vehículos, cuyos conductores y pasajeros constituían el grueso de
mis clientes.
Un lector, como he dicho, anda
apertrechado de libros. Por entonces andaba yo liado con dos colecciones, la de
Historia Universal de la Revista
Gente – revista por la que sentía limitadísimo interés, y que solamente
adquiría por esos libros -, y la Biblioteca
Científica Salvat, cuyos volúmenes – como los de la marquesa de Low Bridge
de Les Luthiers – me apasionaban. Además de otros, claro. No era la primera ni
sería la última vez que trabajaba lejos de mi residencia en Lima, y si algo
pesó siempre en mi equipaje fueron los libros. Y es que el aislamiento en que
puede vivir un fuereño, un casi extranjero, puede ser mortal, y si uno no tiene
con qué licuar las horas muertas, seguro le irá mal. No era que hubiera tantas,
por otra parte. El trabajo era duro y requería de presencia con mando y
autoridad las veinticuatro horas del día y los 365 días (366 si es bisiesto)
del año. Pero siempre están esos momentos detrás del counter o mostrador, o sentado en tu oficina, o metido en tu
habitación, que por un momento te das cuenta de lo absolutamente aislado que
estás. Y no es un tema cualquiera, por ahí suelen aparecer algunos desconocidos
retorcimientos previos de la personalidad que si antes estaban más o menos
contenidos, en esas circunstancias tienden a escaparse. Las consecuencias de
tales fugas las he observado entre mis colegas – en especial los solteros –
traducidas en diversos grados de alcoholismo. Yo en estas cosas soy, por
fortuna, veterano, y he paseado mi humilde humanidad por regiones de nuestro
país bastante remotas y despobladas, así que algo me lo sé ahora, y por
entonces ya algo me lo sabía.
II
Aislamiento
Así que a trabajar se ha dicho, y
a leer cuando no tenía nada mejor que hacer, lo que no ocurría con demasiada
frecuencia. Cada cierto tiempo viajaba a Lima o a ciudades cercanas por motivos
de trabajo, y como esa época no es la de hoy, cada viaje parecía una expedición
a las Indias Orientales Holandesas. Como estaría de aislado que la única manera
de comunicarme con rapidez era a través del telégrafo. Sí, leyeron bien, telégrafo.
Entre mi central y yo circulábase gran cantidad de telegramas, y de esta manera
lo que hablábamos era conocido de todo el pueblo ni bien el mensaje salía o
llegaba, y es que el servicio nacional de telégrafos estaba lleno de chismosos.
Sospecho que fue así desde los tiempos de Samuel Morse. Imagino que a mis
lectores más jóvenes esto debe parecerles contemporáneo de Caral, y es que
efectivamente nuestro país estaba por entonces muy aislado tanto en transportes
como en comunicaciones. Tuvo que llegar Telefónica de España en los ´90 – con
sus más y con sus menos -, para que acá nos enteráramos de qué significa estar
interconectados. La Internet simplemente no existía. Estoy seguro que no me
creerán si cuento que a mí me cuadraron bien feo cuando propuse computarizar un
Hotel, y casi me botan por tener razón demasiado pronto. En todo caso, eso pasó
después, y quizá lo cuente con mayor detalle en otra ocasión.
En esta ciudad a la que me
refiero, un teléfono era por lo tanto cosa del mayor exotismo. Y para remate soy
un “gringo”, esos son mis genes, si a alguien no le gusta peléese con mi papá y
mi mamá. Un “gringo”, por más patriota peruano y por más mozambique, huanca o
matsiguenga que se sienta, era para los habitantes del pueblo primero “gringo”
que humano, y estaba por ende marcado por la histórica desconfianza del
respetable. No los culpo, considerando lo que la gringada española le hizo a
estas tierras y sus gentes. Así que esto del aislamiento marcaba fuerte en esta
ciudad católica, tradicionalista, chismosa y cerrada sobre sí misma. Añadamos
que por alguna razón técnica que jamás comprendí, el acceso a la Televisión
estaba limitado por razones de carácter orográfico, e implicaba el empleo de
antenas que, otra vez por razones para mí completamente abstrusas, solo
permitía el disfrute de la pantalla chica a una media docena de familias, y me
quedo largo. Había un Cine y solamente uno, de esos con sillas de madera y
sábana cosida por ecran, que pasaba viejas películas sobre la Pasión de Cristo
en Semana Santa. No sabría decir si eso de no tener casi Cine ni Televisión
fuera para el pueblo una ventaja o desventaja. Simplemente eran artilugios tan
exóticos como el teléfono. Por otra parte, a ningún viajero se le ocurría, como
hoy, que había de disponer de Cable en las habitaciones del Hotel, y para las
tres estrellas que tenía, bastaba en general que las habitaciones estuvieran
ordenadas y limpias. A tales extremos llegaba el aislamiento en aquellos no
demasiado remotos días.
III
¿Ciudad chica o pueblo grande?
Como ya he contado, cada cierto
tiempo me desplazaba a otras partes. Quiere la suerte – o la caprichosa
distribución de las aguas de los ríos en nuestra costa – que a unas decenas de
kilómetros al norte hubiera otra ciudad, a la que tenía que ir para hacer
trámites que en donde yo vivía y trabajaba no se podían hacer, así que debía
dirigirme a este lugar para cumplimentar algunos de mis deberes
administrativos. La primera vez que fui quedé impresionado no tanto por la
ciudad, que era pequeña, sino por las diferencias que observaba en relación con
el pueblo donde estaba destacado. Debo decir que esta ciudad era mucho más
pujante y estaba claramente mejor administrada. Yo ya tenía ciertas personales
prevenciones contra el pueblo al que la suerte me había conducido, adquiridas
por la atenta observación y las malas experiencias. Ya he dicho que las
comparaciones son odiosas, pero en esta Historia de Dos Ciudades, consideraba el
lugar adonde me dirigía como la “ciudad chica”, en tanto que consideraba el de
mi procedencia como un “pueblo grande”. La principal diferencia que para mí
marcaba tal diferencia entre Pueblo y Ciudad tenía precisamente que ver con los
libros. Esta ciudad chica poseía un edificio bastante bien cuidado con un
letrero que decía “Biblioteca Pública”, y de donde yo venía no había ni el
edificio, ni el cuidado ni el letrero. Pues sí, señoras y señores, una cabeza
de provincia sin Biblioteca Pública, edificación cuya necesidad no parecían
haber percibido los por otra parte bastante normales, chambeadores y muchas
veces simpáticos agricultores, pescadores y comerciantes del pueblo grande y
adormilado donde se había construido el Hotel donde laboraba.
Fue ahí que empecé a reflexionar
acerca de lo que la gente es respecto de la lectura. Lo cierto es que mis
eventuales coterráneos no leían ni sentían necesidad alguna de leer. Esto no
puede atribuirse a la falta de ganas, si hemos de ser justos; sino a la mucho
más prosaica razón de que para leer necesitas libros. Y como libros no tenían,
limitaban sus costumbres lectoras a los periódicos, que aparecían en esas
ediciones “de provincia”, caracterizadas precisamente por tener menor cantidad
de material de lectura. Conversé con los profesores del lugar al respecto, y me
encontré con lo normal: quejas generalizadas y solicitudes de apoyo. Esta
actitud no es nada rara en las provincias de la República Perulera. Yo era un
triste administrador de Hotel varado en un pueblito soleado y aburridísimo,
aunque estoy seguro que mis contertulios de entonces creerían que mi biotipo me
hacía capaz de obtener todo lo que solicitaran, un tanto a la manera que el
encomendero o corregidor de la Colonia debió parecerles a los mitayos que
tuvieron la muy mala suerte de tratarlos. Como no nací ayer, sino antes de
ayer, me daba cuenta que si les facilitaba mis propios libros lo más probable
sería que no volviera a verlos, y mi camote
con ellos me impedía compartirlos. No quiero describir la situación en los
pueblitos de agricultores del interior, que dependían de esta cabeza de
provincia. Como decena y media de años después retorné para hacer un
diagnóstico educativo in situ, y los
resultados no fueron nada halagadores. Pero ese es otro tema.
IV
Delirium Tremens
En uno de mis viajes desde Lima
de retorno al pueblo donde estaba mi Hotel pagué uno de los muchos noviciados
que he pagado en la vida. Me robaron todo mi equipaje, que incluía no solamente
los papeles del Hotel, cosa grave, sino los libros que me llevaba a leer, cosa
gravísima. Incluso hoy puedo decir qué libros me robaron, pero de los papeles,
ni me acuerdo. A la ida había retornado a mi residencia en la capital decenas
de libros leídos, releídos y subrayados; y los que me habían robado eran libros
cuidadosamente elegidos para estructurar un cuerpo de lectura homogéneo. Ahora
me encontraba con que debía viajar sin alimento para el alma. No quiero
recordar las circunstancias del robo, porque todavía tengo algo de autoestima y
no me parece eso de mostrar mis intimidades en público, pero en honor a la
verdad debo confesar que quedé bastante en ridículo. En todo caso no me quedó más
que poner cara de circunstancias, tratar de llevar la fiesta en paz, y
proseguir el obligado periplo. Si alguna vez vuelvo a verle la cara al
desgraciado que me asaltó … mejor no digo. En fin, llegué al pueblo sin nada.
Al principio, abocado como estaba al trabajo como que mucho no sentí la pegada.
Pero poco tiempo después ya estaba mostrando los conocidos síntomas del
síndrome de abstinencia y el delirium tremens.
He hablado ya de las indeseables
consecuencias del aislamiento, pero no terminé como el alcohólico que va de
cantina en cantina gorreando un trago. En mi caso fue bastante peor. Desempedraba
las calles de la ciudad buscando un libro qué leer. Juro y prometo que esta es
la pura verdad. Pregunté a mis conocidos si tenían algún libro que me pudieran
facilitar, y la mayoría no los tenía, excepto cierta vieja literatura de
autoayuda. La leí, para mi vergüenza. Los trabajadores del Hotel fueron
convocados uno por uno a mi oficina no para llamarles la atención o
felicitarles por su desempeño, sino para ver si me podían facilitar algún
material de lectura. Fui a la Parroquia, regida por desconfiados sacerdotes
irlandeses, para ver si me podían proporcionar una Biblia, la que me prestaron
a beneficio de intercambio y con absoluto descreimiento de que aquella
indudablemente sana lectura contribuyera en algo a mi salud espiritual. Los
profes de Historia de la zona me prestaron sus Pons Muzzo, famoso texto de Historia que yo ya había recontraleído,
pero que no hace daño leer otra vez. Recorría los mercados los días domingos y
alquilaba comics – que llamamos chistes, los que devoraba en minutos ante la
vista atónita de los chicos a los que les cambiaba – les arrebataba – los
suyos. Costaba unos centavitos el alquiler, recuerdo, y recluté como una docena
de chicos para poder capturar todo lo que hubiera de Batman y Linterna Verde,
mis superhéroes favoritos. Estaba a esas alturas en el nivel del fumador
empedernido con delirium tremens que
recoge del suelo puchitos aplastados para armarse su atadito. Pero aún en medio de la desesperanza
brilla la salvación en los sitios más inesperados. Una tarde de domingo
particularmente ingrata, desierta, soleada y aburrida, recorría las calles
tratando de soportar el delirium tremens
intelectual, y miraba por las ventanas hacia el interior de las casas. De hecho
caminaba por una de las mejores calles del lugar, asfaltada, con alcantarillas
y todo eso. Y de repente, y sin aviso, vi la luz. Ahí, a través de la
ventana, se la veía: reluciente, nueva – nadie la había abierto todavía, fungía
más bien de adorno – bella, hermosa, atrayente, curvilínea, maravillosa,
extraordinaria, sexy, perfecta. Era una Enciclopedia de Historia, completita,
agraciada, de siete grandes tomos no manchados aún por la atención humana, ni
mancillados por operación lectora alguna. Juro que me hacía ojitos y me murmuraba
sensualmente “Léeme”. Ni corto ni perezoso, y más bien sí algo excitado, toqué
la puerta, tal vez con excesivo entusiasmo. Una damita joven la entreabrió,
pregunté por los dueños de casa. Al ver mi cara de extraviado y mis ojos
desorbitados, cerró la puerta tras de sí, y no la culpo. Apareció entonces el
padre de familia, que me reconoció inmediatamente (pueblo chico, infierno grande), le expliqué sucintamente el
problema, y accedió a prestarme uno por uno los libros para leer, a cambio de
una invitación a tomar unas chelas, con la que cumplí.
V
Colofón
Así salvé mi integridad
intelectual y no caí en las garras del alcoholismo. Debo decir además que esta
lectura resultó notoriamente provechosa no solamente desde la perspectiva de la
conservación de cierta sanidad psicológica, sino de mi conocimiento sobre la
Temprana Edad Media, en especial la parte de la Invasión de los Bárbaros, que
desde entonces jamás he podido borrar de mi memoria, con fechas y todo, vaya trucos
que juega la memoria. Por otra parte, las cosas pueden cambiar para mejor,
porque este pueblo grande que presenció mi delirium
tremens es posible que haya aprendido algo de él, y terminó por imitar a la
ciudad chica. Hoy en día esta ciudad goza de los servicios de una Biblioteca Pública que según tengo
entendido es entusiastamente gestionada por un grupo de bravos muchachos del
lugar, que no se han resignado al analfabetismo y la ignorancia ni para ellos
mismos ni para su pueblo. Bien por los jóvenes. Hasta el próximo Sábado, hasta la
próxima oportunidad, o hasta la vista baby, lo que ocurra primero. Lee lo que quieras, como quieras, donde
quieras. No te arrepentirás. Y cuídate del Delirium Tremens.
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